11.3.10

La droguería (cuento) Final




La Droguería II
por Arturo Belda

Dos semanas después de la desaparición de doña Fernanda, estaban Elenita y Fernando lidiando con los empleados del mostrador. Eran viejos empleados que sabían perfectamente bien lo que tenían que hacer, pero les faltaba dirección, evidentemente se notaba la falta de la finada.
Había llegado de mi trabajo y noté que había un ambiente de tensión. Elenita sollozaba mientras hablaba con el hermano. Querían citar al contador para consultar con él. Estaban con falta de efectivo para el movimiento normal de caja y lo que tenían en la caja fuerte ya se había gastado.
Me senté con ellos dos solos en la oficina, esperé que se hubieran ido los empleados. Sucedía que había dinero en los bancos, pero no había firma para sacarlo. Era imperiosa la sucesión para que el banco tuviera a quien entregarlo. La sucesión no había sido iniciada y ya habían pasado quince días. El estancamiento financiero del negocio era un desastre. Esa misma noche llamé al abogado amigo de la familia y le pedí que a la mañana siguiente nos diera una cita urgente para iniciar los trámites. Hubo que movilizar todo el papelerío, por suerte en la caja fuerte estaba toda la documentación necesaria. Al otro día, con una nota del abogado nos fuimos a uno de los bancos con el que había más movimiento. Pedí hablar con el gerente. Cuando vi que andaba con vueltas le dije que se dejara de perder el tiempo, no íbamos a esperar el plazo para la convocatoria de herederos, necesitábamos el dinero ahora y no había otros deudos que reclamaran la herencia. Si se mostraba reticente, buscaríamos otra solución y también otro banco. Finalmente se llegó a un acuerdo, sacamos otra cuenta corriente a orden conjunta de los dos hermanos y provisoriamente transferiría una parte del depósito a la nueva cuenta.
Había varias propiedades que estaban alquiladas. Los inquilinos, aunque eran buenos inquilinos, se hacían los distraídos para pagar el alquiler. Los visité junto con los chicos y llevé directamente los recibos, que se los firmé yo mismo y aceptaron sin discutir.
Todos los cheques que entraban por mostrador iban a la nueva cuenta, se suspendieron los pagos en efectivo. Yo fui a hablar con La Química, que era el proveedor más grande, arreglamos diferir todos los vencimientos para darnos un respiro. Los proveedores chicos, a quienes ordinariamente se pagaba en efectivo, cobraron a partir de ahora con cheque diferido. En el término de solo diez días la situación financiera empezó a cambiar. Había varios certificados de plazo fijo que sumaban cifras considerables. Tuve que pelear mucho con los estúpidos gerentes de banco para ir cobrando los que ya vencían. Como nadie me decía nada, dispuse que no renovaríamos jamás ningún plazo fijo. Todo el efectivo sobrante se invertiría en mercadería.
Desde ya que abandoné completamente mis trabajos, los problemas de la droguería me absorbían todo el tiempo. Mi tío se arreglaba como podía para atender los trabajos de albañilería que se iban presentando. Nunca me llamó para reclamar mi presencia, él sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijera, cómo era la situación.
Sobre la misma avenida, separada por otras dos propiedades vecinas, había una casa vieja, también propiedad, que se usaba como depósito. Allí se descargaban los bultos grandes, los tambores y la mercadería a granel. Me tomé el tiempo de revisarla atentamente, nunca había entrado. Le llamaban el depósito. Era una picardía que una propiedad con tan buena ubicación para fines comerciales se mantuviera exclusivamente para depósito.
Había varios miembros de la familia que extrañaban mucho a la finada suegrita, uno de ellos era el pícaro primito. Se acercó varias veces al negocio y a la casa. Parece ser que tenía la pretensión de obtener un empleo en la firma. Si ya la vieja no lo había favorecido con un empleo (por algo sería, ya que ella en los negocios sabía con quien se metía) podía esperar sentado si esperaba algo de mí. Él se arrimaba a los primos, aunque ya se iba dando cuenta de que yo iba a ser un filtro difícil de pasar.
Tenían un contador que hacía los balances anuales, llevaba la carpeta impositiva y el tema de aportes laborales. En definitiva era como la mayor parte del gremio, un imbécil. Yo contraté un muchacho joven, perito mercantil, que tenía dos dedos de frente y además estaba acostumbrado a cocinar, porque trabajaba en un estudio contable en que eran unos linces. Fernando todavía tenía para rato hasta que se recibiera de contador, le exigí que se aplicara con ahínco a su carrera, pero lo puse todas las tardes una o dos horas al lado de este muchacho nuevo que sí sabía muchas cosas y era verdaderamente despierto. A Elenita le insistí en que ella tenía, por lo menos, que ocuparse de la administración de la casa y no estaba de más que también hiciera algo. El lema era, aquí todos tenemos que trabajar. Había desde la administración de la finada, asignaciones personales para los dos hermanos, para el tío y para gastos de la casa y personal doméstico. Esos cheques los firmaba doña Fernanda. Ahora los firmaban los hermanos, pero los llenaba yo y guardaba las libretas en la caja fuerte a la cual yo solo tenía acceso. En una palabra, la canilla de la plata estaba únicamente de mi mano.
Paulatinamente todo se fue organizando alrededor de mi persona, me transformé, casi sin darme cuenta, en un gerente virtual. Desde ya que abandoné completamente mi vieja actividad, la administración del negocio me absorbía completamente. Ya finalizada la sucesión, los herederos tuvieron en su mano el poder de hacer lo que quisieran. Pensé que en algún momento tomarían alguna iniciativa o al menos opinarían con respecto a cierta decisión. No fue así. Nunca decidieron nada por sus propios medios, ellos esperaban que todo lo resolviera yo. Al principio, cada decisión que yo tomaba, la consultaba con ellos, que me miraban como recién despertados y no sabían hacer otra cosa que decir que sí.
No necesité mucho tiempo para interiorizarme de cómo era el negocio de la droguería, antes del año yo era un experto droguero. Una de mis primeras decisiones fue construir en el fondo libre de la casa que se usaba como depósito. Mandé hacer un galpón bien alto, levantar las medianeras y encargué estanterías metálicas muy reforzadas, hasta la altura a que llegaba el cargador. En esa forma pudo quedar libre el local y las habitaciones subsiguientes. El espacio disponible fue tan grande que no lo acabábamos de llenar a pesar de todas las compras que yo hacía. Nunca había tenido la droguería un stock tan grande. Esto fue muy bueno porque se desató en un momento uno de esos inesperados golpes inflacionarios que dejan medio muertos a muchos empresarios. A nosotros nos salvó el stock.
Conversé más de una vez con una clienta que consumía drogas que se emplean en perfumería. Era una mujer inteligente y muy atractiva, sabía mucho del ramo, pero carecía de medios para desarrollarse. Se me ocurrió que podría asociarla a la droguería, por supuesto no en plan de igualdad, para emprender junto a ella la explotación de ese mercado accesorio. Nosotros teníamos los medios y el local. El local ya estaba vacío, era el famoso depósito. Encargué el diseño de un local a todo lujo. Un arquitecto amigo, a quien yo hacía a veces las instalaciones eléctricas, me hizo un proyecto formidable. Todo vidrio, mármol, acero inoxidable y luz, mucha luz. Quedó un pasillo para el fondo con el ancho indispensable para que circulara el Clarck.
El éxito de La Perfumería superó largamente mis expectativas. Al poco tiempo el amplio galpón del fondo resultó insuficiente. Tuve que alquilar uno, que finalmente compré, mucho más grande. Esto ya no fue en capital sino en la provincia, pero muy bien comunicado por autopista.
La droguería cambió totalmente, fuimos proveedores del Estado y ganábamos casi todas las licitaciones que nos interesaban.

Tuvimos dos hijos, un varón y una nena, tres años menor. Yo tuve una relación bastante distante con mis hijos. Mis ocupaciones eran tantas y tan diversas que no me quedaba casi tiempo para ocuparme de la familia. Tal vez esto no sea del todo cierto, porque en realidad, lo que sucede es que a mis hijos los siento lejanos, distintos. Ellos son como Elena, como Fernando, tímidos, retraídos. Uno nunca sabe en qué están pensando, si es que piensan en algo.
Recuerdo cuando pasaba por la puerta de La Droguería y Elenita era una nena, ¡qué bonita era! Fue hermosa cuando ya era una señorita y ahora que es todo una mujer, es sencillamente hermosísima.
Nunca supe por qué razón, el tío de Elena no tenía parte en la herencia de doña Fernanda. Aparentemente él no era dueño de nada, sin embargo se movía dentro de la casa como un virtual propietario. Era un hombre de pocas palabras, aunque las pocas veces que conversé algo con él, mostró ser una persona sensible y muy culta. Siempre estaba para dormir y para las cuatro comidas del día, eso sí: con un cronometrismo riguroso. El resto del tiempo no paraba en casa, a dónde iba, siempre fue un misterio. Verdaderamente lo sentí cuando falleció, todavía no era tan viejo y no tenía, aparentemente, ninguna enfermedad.
Cuando Fernando se recibió le sugerí que fuera el presidente de la sociedad anónima que constituimos. Yo seguí siendo el gerente. Integramos el directorio con Elena, la socia de la perfumería, la antigua empleada de la droguería y los demás eran de palo. Más del noventa por ciento de las acciones quedaron en la caja fuerte.
Fernando nunca alcanzó a madurar como empresario, todo lo que tenía que hacer me lo consultaba a mí, o si no al perito mercantil que teníamos como administrador contable, porque ese sí que era una luz. Fernando era varios años mayor que la hermana, tenía casi mi misma edad, pero actuaba para todo como si fuera mi hijo. Me consultaba hasta sus problemas sentimentales. Así me enteré que se estaba enamorando de la linda señora socia de la perfumería, pero que no se atrevía a mostrarle su pasión. Esto fue una señal de alerta. Si Fernando se llegaba a casar con ella constituiría una fórmula explosiva. A esta señora yo la conocía muy bien, demasiado bien, era simpática, muy inteligente, audaz y no sé hasta qué punto tendría escrúpulos. Si ella fuera dueña de las decisiones de Fernando podría manejarlo perfectamente y pasarme por arriba.
Cuando murió mi tío me causó un profundo dolor. Estaba lo más bien aunque ya era bastante mayor, se acostó a dormir y no se levantó. En los últimos años siguió trabajando como siempre en la construcción. Cuando tenía tiempo ocioso entre una obra y otra, se ocupaba de continuar el departamento que había iniciado yo. Terminó haciendo una hermosa casa de dos plantas. Al fondo guardaba los andamios y otros enseres. Todavía no inicié la sucesión y yo soy el único heredero. Tengo que ocuparme de alquilar la casa para evitar el peligro de que la ocupen. Me traje conmigo el perro de mi tío, porque el mío había muerto hacía poco, por su manía de escaparse a la calle y cruzar corriendo la avenida.
Parece mentira, yo acá soy el que maneja hasta los menores detalles de una millonaria empresa, yo podría (y sé cómo hacerlo) vaciarla a mi favor y quedarme con todo. Sin embargo sé que eso jamás lo haré, en realidad no soy dueño de absolutamente nada. Ni siquiera cobro los sueldos que tengo asignados como gerente, no los necesito, tengo acceso a todo el dinero de la compañía, aunque formalmente nada sea mío. Lo único mío es la casa que me dejó mi tío en Villa Lugano.
Míos son mis hijos y Elena. ¿Es mía? Nunca estuve seguro. Lo que sí creo cierto es que tampoco sea de nadie más. Ella fue propiedad exclusiva de su mamá, al faltar la mamá, yo la reemplacé. La reemplacé en todos los ámbitos y hasta creo que la superé en muchos términos. ¿Fue ese mi propósito? Estoy seguro que no. Reemplazarla fue una tarea a la que me vi abocado por imperio de las circunstancias. No tuve más remedio, alguien lo tenía que hacer. Lo inicié como tarea temporaria, circunstancial y la bola de nieve que formé me envolvió. Ahora La Droguería, “mi droguería”, es la más grande o la más importante del país. Importamos de todo el mundo y exportamos a países vecinos. Esta es una empresa que yo creé. Antes no era así, no era ni la sombra de lo que es hoy.
Elenita, yo siempre la llamo Elenita, porque sigue siendo siempre la misma hermosa niña de La Droguería. Esa niña difícil a quien la familia no me la quería dar. Esa mujer que ya siendo mi mujer y habiendo sido madre y pasado los años, sigue siendo en cierto modo esquiva. Ella nunca se negó a nada, aunque creo que si niega algo, se lo niega a sí misma. En nuestra casa nunca hay peleas, nunca hay gritos, todo es perfectamente normal. En nuestra cama nunca hay celos ni recelos, no hay reyertas, todo es normal, pero tampoco hay reconciliaciones. En nuestra cama no hay risas ni cosquillas, no se juega, todo es en serio. La imagen del Cristo que pende sobre nuestra cama se me antoja que es el retrato omnipresente de la finada doña Fernanda.
El grado de intimidad que alcancé con la socia de la perfumería, ella se ocupa de remarcarlo cada vez que puede en presencia de otras mujeres, como si las mujeres no fueran de por sí rápidas para advertir estas cosas. Todas, menos Elenita. No tengo temor de que esta situación pueda derivar en un escándalo mayúsculo, la socia no es tonta y en ningún momento arriesgaría un sólido negocio. Diría que hasta me molesta esta tranquilidad en mi relación matrimonial. ¿Cómo puede ser que Elena no se dé cuenta de lo que pasa con la socia?
Todo cambió mucho en La Droguería en estos últimos años, pero yo sigo utilizando la pequeña oficina que usaba la finada. Sobre una de las paredes hay un retrato del viejo fundador, don Fernando, padre de la finada y abuelo de los chicos, con su mirada severa y autoritaria. Al lado hice colocar con un marco igual, la fotografía de doña Fernanda, elegí para ello una de sus muchas fotografías en que luce mejor. Queda lugar para otro cuadro igual. Mucho pienso si no estaré yo allí en algún momento. Cuando todo el personal se retira, se apagan las luces y se bajan las persianas, me gusta quedarme solo en esa oficinita. Solo con mis recuerdos. No me cabe duda de que yo reemplacé a la muerta. Yo no quería ni nunca quise su empresa, lo único que yo quise siempre fue a su hija, pero ese reemplazo no me dio sobre ella el poder que tuvo la madre. Y cuando digo el poder que tuvo me da una sensación de vértigo. Cada día estoy más convencido de que ese poder lo sigue teniendo, ahora más que nunca. No sé si dentro de ella yo sigo siendo el petiso, el enanito de jardín. ¿Por qué me cuesta tanto acceder a su intimidad? Siempre tan distante, cordial pero distante. No ofrece ningún motivo de queja, ni uno solo, pero siento que no es mía. Percibo que está siempre el fantasma latente de la vieja influyendo sobre ella. Mientras todos me manifiestan admiración y respeto, y en algunos casos hasta evidente temor, ella se muestra inconmovible.
He llegado a la triste conclusión de que estoy pagando un alto precio. Gasté mis energías, gasté buena parte de mi juventud, gasté nada menos que mi suerte. Porque hay que ver que tuve suerte al no dejar las huellas digitales en el frasco. ¿Qué hubiera pasado si las dejara? ¿Cómo las iba a explicar? Recién ahora estaría saliendo de la cárcel, eso si hubiera observado muy buena conducta. Estaría sin un peso, sin trabajo, sin familia, envejecido y arruinado. Lo peor de todo es que estaría sin Elena. Ya muy cansado para empezar de nuevo. Pero…sería yo mismo. Viviría en la casita de Av. Cruz, haría instalaciones eléctricas y albañilería. En lugar de manejar un Mercedes nuevo, andaría en mi viejo y fuerte Baqueano, cargando los caños, los rollos de cables y las bolsas de cemento. Tendría una mujer con quien cada tanto me agarraría de los pelos y luego nos reconciliaríamos en la cama. Mis hijos serían distintos, serían atrevidos y traviesos, tendrían la cara sucia y el pantalón roto de jugar en la calle. En toda la casa se oirían gritos de la madre, pero también risas y la alegría de vivir reinaría por todos los rincones.

¿Qué pasa ahora? Ah, me llama la mucama, es la hora de cenar. Cierro todo y voy para arriba.

Arturo 2/2010

10.3.10

La droguería (cuento) 1º parte


La Droguería

por Arturo Belda


Cuando yo iba a la escuela técnica la veía. Muchas veces ella estaba en la puerta de la droguería. Entonces era aún una niña, pero dejaba ver la hermosa mujer que llegaría a ser.

Hay cosas valiosas en la vida, que tienen precios que cuesta pagar. Ella llegó a ser mi mujer, pero tengo que reconocer que me costó mucho lograrlo. No todo fue vencer su natural recato y timidez, conseguir que me contestara y que alguna vez llegara a sonreír. Fue todo un triunfo lograr que aceptara que nos encontráramos en la plaza y mucho más aún arrancarle un fugaz beso.

Cuando su mamá se enteró de que nos estábamos viendo, me hizo saber por medio de ella que quería conocerme. Me recibió cortésmente, aunque con cierta frialdad. Fueron innumerables las preguntas que tuve que contestar. Me observaba de arriba abajo, como buscándome alguna falla o defecto. Demás está decir que yo estaba firme pero muy tenso, esperando ese veredicto que tardaba en producirse. Aunque entré en la casa como amigo de la nena, era evidente que se me observaba como probable candidato.

Había según mi entender, una valla social que sortear, yo pertenecía a una familia muy humilde y ellos eran gente rica. La droguería con todo su local, depósito, oficina y demás instalaciones, más la enorme residencia que había en el primer piso, eran propiedad de la familia. Esto solo ya valía una fortuna, pero además tenían otros bienes raíces. La mamá era viuda, una viuda relativamente joven, dueña o por lo menos indiscutible administradora de todos esos bienes. La nena estudiaba magisterio, piano y no sé que otras cosas. El hermano iba a la facultad, algún día sería contador, como había sido su padre. En la casa imperaba una rígida disciplina sostenida por la mamá, con el noble propósito, sin duda, de hacer de sus hijos personas probas y equilibradas.

Me llevó un tiempo llegar a ser considerado el novio, y esto a regañadientes. Era muy claro para mí que la familia no me consideraba el candidato con dotes suficientes. Yo no era rico, carecía de abolengo (ellos también) no tenía título universitario y era petiso. Lo de petiso fue siempre tema discutible, no soy alto pero tampoco soy un enano. No obstante todas estas objeciones, yo contaba con una carta de triunfo: la nena me quería. Soporté innumerables desplantes hasta que finalmente llegó el solemne día en que fui a pedir la mano de Elenita, la nena.

Como ya todas las instancias de negación habían sido salvadas, la mamá me impuso una última y perentoria condición: al casarnos tendríamos que vivir en la casa. La casa era por demás grande, con comodidad para varias personas. De esa forma la nena estaría siempre cerca de su mamá. Esta condición me resultaba un beneficio y una solución inmediata, por lo cual acepté muy complacido.

Todo parecía marchar perfectamente bien, aunque nunca negué mi condición de ateo, no me costó ningún trabajo aceptar el casamiento por iglesia, además del Registro Civil. Mi futura segunda mamá era muy, pero muy católica y no tuve nunca el menor interés en contrariarla.

En otras familias el casamiento de una joven pareja puede tener el efecto de una gran alegría, en este caso no fue así. A pesar de que la familia era numerosa y la multitud de relaciones era inacabable, la concurrencia a la iglesia fue escasa. No hubo fiesta, solo un almuerzo familiar en un restorán y con los íntimos indispensables. La famosa luna de miel duró apenas diez días. Yo la tuve que costear con cierto sacrificio y ellos no pusieron ni un centavo.

La convivencia parecía no acarrear mayores problemas, la nena seguía con sus actividades habituales, siempre muy pegada a su mamá. Teníamos una habitación al lado de uno de los baños, que resultaba prácticamente de uso exclusivo. Comíamos en el comedor de la casa. Había mucama y cocinera. Casi siempre lo hacíamos solos, la comida era una instancia bastante anómala, cada cual comía cuando se le daba la gana. Los domingos sí, se reunía todo el grupo familiar, la mamá con sus dos hijos, un tío, hermano de ella y yo. Con frecuencia había algún otro pariente o invitado. Antes de comer se debía rezar para agradecer a Dios. Con las manos sobre la mesa, me quedaba quieto esperando hasta que todos empezaran a comer.

Como yo trabajaba, porque nunca dejé de trabajar, impuse a rajatabla la condición de que contribuiría con los gastos de la casa. No querían cobrarme de ninguna manera, pero insistí y me puse firme hasta que la señora tuvo que aceptar.

Mis estudios fueron nada más que de escuela técnica, soy electrotécnico. Ya de estudiante trabajaba con mi tío, él era albañil y con él aprendí el oficio, es decir que soy electricista, albañil, gasista, plomero, carpintero, herrero, etc. Todo me sirve para no estar nunca sin trabajo. Mi ropa de trabajo y toda mi ropa, nunca dejé que la lavara la muchacha, la llevaba al lavadero.

Yo no conocí otra casa que la de mis padres y mis tíos. Allí se respiraba alegría dentro de una pobreza digna. En la droguería no había alegría, al menos en mi presencia, nunca se veía una sonrisa ni mucho menos una carcajada. Cuando entraba a una habitación, se daba la casualidad que las personas que estuvieran en ella se tenían que ir. Podría pensar que se me hacía a un lado, pero eso no era atribuible a doña Fernanda, ella parecía severa pero justa y no daba lugar a que se pusiera en duda su bondad y buena disposición hacia todo el mundo, condición propia de su firme religiosidad. No era persona de hablar mucho, pero cuando lo hacía siempre recalcaba que su más firme propósito en la vida era hacer todo el bien posible a los demás.

Para el primer cumpleaños de Elenita, quise hacerle un regalo. Yo siempre fui una calamidad para hacer regalos, es algo que no me gusta, tengo poca habilidad para acertar qué puede gustarle a otro y mucho menos a una mujer. Entendí que si le compraba un lindo vestido en la Avenida Santa Fe y que fuera bastante caro, al menos para mí, estaría bien. Tuve que darle la boleta para que lo cambiara por cualquier otra cosa. Lo que se han reído con el famoso vestido. Ni siquiera tuvieron la delicadeza de reírse a mis espaldas.

Había momentos en que doña Fernanda me resultaba una persona contenedora, casi tierna, amigable. En esos momentos me sentía feliz. Elenita estaba siempre junto a ella. Debía controlar mi efusividad delante de la mamá, porque eran gente muy recatada. Sin embargo los parientes mostraban entre ellos todo lo contrario. Sentía en todo momento que me faltaba más tiempo junto a mi mujer, siempre había alguien, siempre alguna ocupación, siempre, por lo menos, la presencia de la mamá.

Varios meses, casi un año después del casamiento, tuvimos nuestras primeras vacaciones. Me esforcé por recaudar fondos suficientes, cobrando todas la deudas que me debían y tuve con tiempo todo preparado para ir a las sierras de Córdoba. Por fin iba a estar, aunque solo fuera unos días, solo con mi amor. No fue así, la mamá vino con nosotros. Con una dulce sonrisa y muy suelta de cuerpo, dijo –Ay, yo voy con ustedes, nunca estuve en las sierras, las quiero conocer, pero no los voy a molestar para nada.

Tuve que aceptar, muy de mala gana, que compartiéramos los gastos, porque otra persona excedía mi presupuesto. Esto me resultaba muy desagradable, porque yo podía gastar hasta donde me daba el cuero, en cambio la señora gastaba a manos llenas y forzosamente lo compartíamos.

Lo lógico hubiera sido que alquiláramos en el mismo hotel dos habitaciones con baño privado, pero doña Fernanda no podía dormir sola, tenía miedo de la soledad. Era un departamentito con una habitación matrimonial que ocupábamos nosotros y otra más pequeña que ocupó Fernanda. Eso sí, compartíamos el baño y el espacio sonoro, con lo cual quedaba totalmente restringida nuestra intimidad. Ella era muy buena, todo lo hacía con la mejor intención, pero, sin querer nos arruinó las vacaciones.

Nunca se hablaba en la casa del finado padre de Elenita, yo lo conocí a través de unas fotografías. Se veía un hombre serio, delgado, de gruesos anteojos de carey, con un cierto aire de funcionario público. La empresa y todas las propiedades fueron obra de don Fernando, el abuelo de Elena, el marido de Fernanda había sido su contador. Ahí está, tenía pintada la estampa de contador. Cuando la señora hablaba del papá, se le iluminaba el semblante, sin duda era su ídolo, hombre avasallador y de empresa. Del finado marido nunca la oí hablar. Por lo visto Fernandito seguiría los pasos del papá, ya que estudiaba contabilidad. Pero no basta con ser contador para administrar cualquier clase de empresa, hay que tener condiciones y esas condiciones las tenía doña Fernanda, heredadas de su papá.

Con mi mejor ánimo de integrarme a la familia y colaborar con la empresa, propuse, en ratos libres, rehacer la instalación eléctrica de la droguería. El edificio, aunque de muy buena calidad, era bastante antiguo, los cables tenían aislación de parafina y estaban en muy malas condiciones. Había frecuentes cortocircuitos y pérdidas, el peligro de incendio estaba siempre presente. Yo le puse conductores antiflama, descarga a tierra con una buena jabalina, térmicas adecuadas a la carga de cada circuito y disyuntor diferencial. Una cosa bien hecha. Como lo hacía yo solo y por las noches, tardé bastante tiempo en terminar y creo que siempre me quedó alguna parte pendiente. Fernanda dijo en broma –Parece la obra del Congreso- Me reí del chiste aunque no me hizo mucha gracia, pero menos gracia me hizo cuando la oí comentar que gastaba mucho en materiales eléctricos. Yo siempre le llevaba las boletas y ella me daba el dinero, el material estaba puesto. Mi trabajo no se lo cobraba, por supuesto, ¿qué pretendía, que comprara el material de mi bolsillo? La propiedad era de ellos o de ella, no mía.

Con el tiempo me fui interiorizando de cómo era la mecánica familiar. Ellos se reían y divertían entre sí, pero no delante mío. Recibían frecuentes visitas, amigos personales y compañeros de facultad de Fernando, amigas y compañeras de Elena, hermanos de Fernanda y primos hermanos y segundos y toda la parentela. Conmigo no tenían mucha afinidad. Tengo que reconocer que tal vez esta frialdad era mi culpa, yo recibía a mis amigos en el café de la esquina, mi vieja vino una vez sola y nunca volvió, mi tío, que era como un hermano mayor, como mi padre, no era persona para andar con protocolos. Yo parecía más bien un pensionista a quien no se le da cabida en la familia.

Mi tío tenía un terreno amplio en Av. Cruz, en Lugano, es un barrio feo pero está dentro de la capital. Allí tenía un galpón donde guardábamos los andamios. El terreno contaba con pavimento, agua, luz, cloaca, gas, etc. Era perfecto para vivir. El barrio no era muy lindo pero se podría vivir perfectamente bien.

-Vos sabés que todo lo que yo tengo es para vos, ya casi no trabajamos en la construcción, con el tiempo este terreno va a valer mucho. Vos te podés ir haciendo una comodidad para vivir con tu señora y pueden vivir solos, porque “el casado casa quiere” Pensalo y ya sabés que aquí todo es tuyo, hay puertas buenas, ventanas, caños, vos te das maña para hacerlo todo, no tenés necesidad de pedirle nada a nadie.

Parece mentira, una solución tan sencilla y tan al alcance de mi mano, que la tenía ahí no más y no la veía.

Con gran entusiasmo le comuniqué a Elenita la novedad. Se quedó un poco pensativa – No sé qué dirá mamá- No tengas miedo, ella va a estar de acuerdo, seguro. Vení, vamos hasta allá para que conozcas el barrio.

El barrio no le gustó, era natural, además se trataba de un terreno baldío con un galpón, yo estuve mal en no haberla preparado con calma. Al menos conoció a mi perro, quien penaba su soledad en el depósito.

Una tarde lo llevé a mi perro para que conociera la casa de ellos. No creo que haya en el mundo un perro más inteligente y bien educado, es de estos que no ensucian de ninguna manera, ni se rascan, no pierde pelo y hasta creo que no tiene pulgas. Doña Fernanda lo vio y dijo -¡Qué es esto!- el pobre perro cuando la vio se vino a guarecer detrás de mí. Esa misma noche lo tuve que volver a llevar hasta la avenida Cruz.

Una sobrinita de ella, hija de una prima, niña de unos tres o cuatro años, una criatura encantadora con quien me gustaba jugar, me contempló un rato y me dijo “vos sos el enanito de jardín” yo me reí por la ocurrencia, pero me llamó la atención, fue como si de golpe se hubiera prendido una luz roja. ¿De dónde sacó la nena esa expresión? Ella vive en un departamento, no tienen jardín ni enanitos. En los dibujitos de la televisión pueden aparecer enanitos, pero los de jardín no. Esa expresión con una carga tan peyorativa es cosa de adultos. Así me deben calificar los parientes, para ellos yo no debo ser más que un enanito de jardín.

Cada día estaba más cansado de vivir en la droguería, todo rato libre que tenía me iba para la Avenida Cruz, donde preparaba mezcla y me ponía a hacer algo. Ya había diseñado un pequeño departamento con posibilidades de ampliación.

Los domingos eran sagrados para “La Familia” misa y almuerzo familiar. A la hora de la siesta tenía toda la intención de dormir con mi mujer, pero siempre, por hache o por be, la mamá tenía algo que hacer con la nena. Yo me acostaba solo y no podía dormir, pensaba que en ese tiempo podría estar adelantando la obra del departamento.

Un día, no sé cómo fue, a alguien se le escapó decirme “che petiso” No sería nada en otra circunstancia, pero yo ya estaba muy cargado con resentimientos y me desmandé. No sé quién era, un hombre a quien no conocía, lo invité a pelear, para mostrarle que el petiso bien le podía romper la cara. Por supuesto que arrugó humildemente, pero a partir de ese momento mi permanencia en la casa pasó a ser una tortura. Me puse huraño y trataba de estar todo el máximo tiempo posible fuera de la casa.

Volví a la carga con Elenita –Yo quiero vivir con vos, no con tu familia, todos me resultan hostiles, quiero terminar el departamento y que nos mudemos. Puso mala cara, primero dijo que el que era hostil era yo mismo, que sus parientes y amigos eran todos gente educada y cordial. Que el ermitaño era yo. Que no sabía convivir con los demás. Vivir en Lugano ni soñarlo, que ella jamás iría a esa “villa miseria”. Yo me puse mal y alcé la voz, tal vez me excedí calificando a la familia. Ella se echó a llorar sobre la cama. La quise acariciar pero me di cuenta de que no estaba el horno para bollos. Mientra tanto, en la casa no volaba una mosca. Ese silencio indicaba que estaban todos parando la oreja.

Seguí con cada vez más entusiasmo trabajando en el departamento de Lugano, en consecuencia mi matrimonio se deterioraba día a día. Cuando volvía a insistir con el tema de que nos fuéramos a vivir fuera de la casa, ardía Troya, los gritos ya ocuparon su sitial. Decidí entonces recurrir a la autoridad máxima para pedir justicia.

Le pedí a mi suegra hablar con ella. Confiaba en que con su proverbial rectitud me ayudaría a resolver el conflicto que tenía con su hija. Me hizo pasar a su oficina de la planta baja, cerró la puerta y nos sentamos. Me escuchó serenamente mientras yo le explicaba la situación, aunque esta era una situación que ella conocía perfectamente. Cuando terminé, comenzó recién a hablar, lo hizo con mucha calma, muy dulcemente y sin que se borrara una amable sonrisa de su boca. Luego me palmeó cariñosamente la espalda y me dijo: no se preocupe joven, todo va a estar bien. Me fui algo más tranquilo, pero no del todo, eso de “no se preocupe joven” me sonó a burla, ¿acaso no sabía mi nombre?

En definitiva ¿qué me dijo, me dio la razón o no? Tuve la sensación de que no habría ningún cambio favorable. Elena ya estaba enterada de que estuve hablando con la madre, cuando la vi. Estaba que echaba chispas –Así que estuviste molestando a mamá, haciéndote el hombrecito- Por primera vez y última, espero, le levanté la mano. No había nada que hacer, estaba realmente rodeado de enemigos. Mi última esperanza, doña Fernanda, se desvanecía paulatinamente. Me fui hecho una furia, bajé la escalera y abrí la puerta de calle, de pronto recordé que me había olvidado algo. Cuando me volvía, el viento cerró la puerta con estrépito. Me quedé un cierto tiempo en medio de la escalera para tratar de serenarme. Desde allí se oía claramente todo el movimiento de la casa. Doña Fernanda fue corriendo a ver qué pasaba con la nena, en ese momento ella, con el rimel corrido por las lágrimas, salía en busca de su mamá. En la sala se encontraron con el tío y ese a quien desafié a pelear, que había sido un primo lejano o algo así. Abrieron las ventanas de la sala para que entrara luz, la escalera quedaba más bien oscura. Nunca en mi vida fui fisgón, pero ahora era mi oportunidad de saber qué se decía a mis espaldas.

Mejor sería que no lo hubiera hecho. Confiados en la impunidad, seguros de que el portazo coincidía con mi alejamiento, no tuvieron inconveniente en expresarse con toda sinceridad. Ahí pude ver bien a las claras el manejo de la vieja puta y celestina. El primo famoso se tomaba delante de ella unas libertades inconcebibles, ¡qué rápido era para seducir a la prima! Se atrevía el desgraciado a jugar de mano con Elenita y la “nena” delante de la mamá, parecía tomarlo con la mayor naturalidad. Estuve a punto de subir y matarlos a todos a golpes, cosa que me hubiera resultado fácil por la indignación que tenía. Temblaba como una hoja, por fin había descubierto bien cómo era la situación. Esta vieja maldita tenía dos caras, con una me sonreía y con la otra me mandaba degollar. ¡Qué engañado estuve! Me armé de toda mi fuerza de voluntad para no reaccionar en caliente. Estaba tan desesperado que tuve miedo de caerme por la escalera y revelar mi presencia. Abrí la puerta y la cerré al salir, en el mayor silencio.

Yo ya había visto el frasco, varias veces los tuve que mover de lugar para acceder a las bocas de luz, cuando estuve cambiando los cables. Eran muchos frascos iguales de aproximadamente un litro o dos, color caramelo con tapa esmerilada. Casi todos tenían etiquetas blancas con especificaciones. Éste tenía una etiqueta roja con una calavera y tres grandes letras mayúsculas (KCN) No soy químico pero en seguida supe de qué se trataba.

Volví tarde a la noche, me había pasado casi todo el resto del día en avenida Cruz, no tenía ganas de trabajar ni de hacer nada. Mi perro parecía entender mejor que nadie mi desazón, estuvo todo el día pegado a mi pantalón. Parece mentira, ¡tanto que quiero a mi perro y no tengo derecho de vivir con él! Elenita dormía, el que no pudo dormir en toda la noche era yo. Me daba vueltas y vueltas en la cabeza la imagen del primo baboso manoseando a mi mujer. A ese gusano yo lo aplastaría en un segundo, pero mi gran enemigo era la vieja reputísima que incitaba a la hija a que me metiera los cuernos. Y esta boba ¿no era capaz de darse cuenta? Con razón tanto desprecio por parte de toda la familia, ahí se hacía siempre lo que mandaba la vieja, ella mandaba en el negocio, en la casa y en todas partes. No hacía falta que hablara, se hacía entender por gestos y por silencios, todos los demás eran unos peleles a quienes ella manejaba a su antojo. Por eso su oposición a que nos mudáramos a otro lugar, ella quería tener a su hija siempre cerca para disponer de su vida. Su inconveniente era yo. Yo le resultaba un hueso duro de roer, por eso se había propuesto destruirme, destruyendo mi matrimonio. Así ella volvería a tener intactos los hilos de sus títeres.

Después de tomar el se te descompuso, cuando vino la médica del SAME, ya estaba muerta. Tenía los labios llenos de espuma y signos más que evidentes de envenenamiento. La médica, una flaca mal y nunca, ni lenta ni perezosa dio cuenta inmediatamente a la policía. Esa misma tarde vino un oficial joven y estuvo haciendo preguntas a todos los de la casa. Yo no iba ser tan estúpido de llorar y decir que la quería muchísimo. Dije que sí, que me llevaba mal con mi suegra porque era una persona autoritaria y quería mandar en la vida de los demás. El oficial, un muchacho de mi edad, a pesar de ser policía parecía inteligente, dijo -¡Qué le vas a hacer hermano, las suegras son jodidas! Se ve que él también tenía suegra.

Tuve que quedarme todo el tiempo haciéndome cargo de la situación, muerta la vieja quedaron todos desamparados, nadie sabía qué hacer. Tuve que ocuparme de los trámites, de la pompa fúnebre y de todos los requisitos. De pronto parecía haberse terminado toda animosidad contra mí.

Esa misma noche me escurrí al depósito de la droguería a borrar con un trapo las huellas digitales, no encendí la luz para no llamar la atención. A la mañana, antes del entierro, vinieron de la policía científica con guantes y se llevaron el frasco entero en una bolsa, junto con una nota. Yo estuve presente y un escalofrío me corrió por todo el cuerpo, el frasco al que le borré las huellas no era ese. En la semipenumbra me había equivocado de estante. No había tiempo de hacer nada ni de pensar la menor estrategia, las consecuencias del arrebato había que afrontarlas con entereza. Ahora había que ir a Chacarita, a depositar a la señora en la bóveda de la familia, junto a su marido y a su querido papá.

Pensé más de una vez si me convenía hacer una declaración o simplemente callarme la boca, pero las circunstancias me iban llevando. Aquí estaba y me aguantaría a pie firme lo que viniera.

Pasaron varios días en que no tuve sosiego, de noche dormitaba solo a ratos. Me despertaba sobresaltado, siempre me parecía que me venían a buscar. No me explicaba cómo no confrontaban las impresiones digitales sobre el frasco con las mías. No sabía si sería mejor presentar una declaración voluntaria asumiendo mi culpabilidad.

Lo fui a ver a mi tío, nos citamos en el depósito de avenida Cruz. Le conté todo lo sucedido, él era la única persona a quien se lo podía contar. Se quedó un rato callado, serio, pero sus ojos sonreían –La puta que sos corajudo, cuántos hubieran querido hacer lo mismo que vos.

-Sí tío, pero en cualquier momento me va a venir a buscar la policía.

-¿Por qué?

-Las huellas digitales en el frasco, yo podría argumentar que lo tuve que mover para hacer la instalación, pero ¿qué digo cuando aparezcan las huellas en la tapa?

-Ya te habrían llamado. A ver, mostrame tus manos… No ves, vos estuviste haciendo el cielorraso con cal fina y sos tan bruto como tu tío, no te querés poner guantes de goma, ahí tenés, la cal te borró las impresiones digitales. Mirá, hace unos años yo tuve que renovar la cédula, fui varias veces a tocar el pianito porque salían lisas, todo por el mismo motivo, la cal fina. A vos mismo te habrá pasado que hasta las yemas de los dedos terminan sangrando de cómo se come la piel.

Siempre mi tío tiene la respuesta tranquilizadora, es verdad ¿qué huellas digitales si tengo todos los dedos lisos?

-Mirá tío, yo tengo pensado, si este asunto se tranquiliza, obligarla a mi mujer a que venga a vivir aquí conmigo y si ella insiste y no quiere, la pienso dejar, la pienso abandonar y yo me vendré solo.

-Me parece muy mal. Eso no es la actitud de un hombre responsable. Ahora que no está la vieja, y no te quiero oír hablar nunca más de cómo murió y por qué murió, te decía que ahora que la señora falleció, no hay ninguna razón para que vos te tengas que ir. Además es tu deber cuidar y proteger a tu mujer. Tenés que pensar que la pobre chica se debe encontrar desamparada, y no solo ella, también tu cuñadito y toda la familia de alguna manera. Vos no los podés abandonar. Este lugar de acá es tuyo, vos lo sabés bien, pero ahora tu lugar está allá.

Me volví con el perro, a nadie se le ocurrió decir nada. Elenita lo acarició y hasta lo besó. Demás está decir que este atorrante estaba en el cielo. Nadie puso objeción.

Yo no acababa de quedarme tranquilo, de la policía no me llamaban, del juzgado tampoco, pero me resultaba inquietante la tranquilidad repentina del asunto. Resolví hacer lo más lógico, preguntarle a mi mujer cómo se había resuelto el asunto. Los dos hijos y el hermano declararon lo mismo: ella se habría suicidado. Toda su vida se había estado quejando de diversas dolencias, no había enfermedad que no fuera conocida y sufrida por ella. Su mayor deleite era estar permanentemente en manos de médicos. Ahora se le había antojado que tenía cáncer en estado terminal, incurable e irreversible. Había dicho muchas veces que no iba a esperar estar en las últimas, ella era una mujer de coraje y sabía lo que tenía que hacer. Esto le servía a la perfección para tener en vilo a toda la familia y a mí me salvó definitivamente.

Arturo 1/01