2.7.25

John Robison y el nacimiento de la conspiración de los Illuminati

Ilustración de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789 pintada por Jean-Jacques-François Le Barbier en 1789. Su representación incluye el “ojo de la providencia” y también el gorro frigio rojo, dos símbolos asociados con la masonería. 

El siguiente artículo fue publicado en The Public Domain Review. La versión original en inglés está en éste enlace 

 

Una nueva era de oscuridad gobernada por manos ocultas: John Robison y el nacimiento de la conspiración de los Illuminati

Por Mike Jay 

 Las teorías conspirativas sobre una élite poderosa y secreta que busca la dominación global han ocupado un lugar en la imaginación moderna durante mucho tiempo. Mike Jay explora el origen de esta idea en los escritos de John Robison, un científico escocés que sostenía que la revolución francesa era obra de una célula masónica oculta conocida como los Illuminati.

 

A comienzos de 1797, John Robison era un hombre con una reputación sólida y largamente establecida en el ámbito científico británico. Había sido profesor de Filosofía Natural en la Universidad de Edimburgo durante más de veinte años, era una autoridad en matemáticas y óptica; recientemente había sido nombrado colaborador científico principal en la tercera edición de la Encyclopaedia Britannica, a la cual contribuiría con más de mil páginas de artículos. Sin embargo, al finalizar el año su reputación profesional quedó eclipsada por un libro sensacional que superó ampliamente en ventas cualquier cosa que hubiera escrito antes, y cuyas ondas de choque continuarían resonando mucho después de que su trabajo científico fuera olvidado. Su título fue "Pruebas de una conspiración contra todas las religiones y gobiernos de Europa llevada a cabo en las reuniones secretas de los Francmasones, los Illuminati y los círculos intelectuales, recopilados de fuentes autorizadas",y lanzó ante el público anglófono la teoría duradera de que una vasta conspiración, dirigida por una célula masónica oculta conocida como los Illuminati, estaba subvirtiendo todas las instituciones respetadas del mundo civilizado para convertirlas en instrumentos de su plan secreto y ateo: la tiranía de las masas bajo el control invisible de superiores desconocidos, y una nueva era de "completa oscuridad " .

La primera edición de Pruebas de una conspiración se agotó en cuestión de días, y al cabo de un año había sido reimpresa múltiples veces, no solo en Edimburgo, sino también en Londres, Dublín y Nueva York. Robison había dado justo en el clavo al ofrecer una respuesta a las grandes preguntas de su tiempo: ¿qué había provocado la Revolución Francesa, y qué había impulsado su avance sangriento y caótico? Desde Edimburgo, había seguido con horror, junto con cientos de miles de personas, los informes sobre cómo Francia desmantelaba su propia monarquía, privaba a la Iglesia de su poder y transformaba a una población oprimida y maltratada en la fuerza militar más implacable que Europa hubiera conocido jamás; y ahora, bajo el ascenso del joven general Napoleón Bonaparte, intentaba extender esa carnicería y destrucción hacia las monarquías vecinas, especialmente contra Gran Bretaña. Pero Robison estaba convencido de que él solo había descubierto la mano oculta responsable de aquella aparente erupción absurda de terror y guerra que parecía estar devorando al mundo entero.

   La Liberté ou la Mort (1795) de Jean-Baptiste Regnault. Obsérvese el gorro frigio rojo, símbolo de la Revolución Francesa también asociado por algunos con la masonería. 

Muchos habían ubicado los orígenes de la revolución en las ideas de figuras ilustradas como Voltaire, Diderot y Condorcet, quienes habían exaltado la razón y el progreso sobre la autoridad y la tradición; pero ninguno de estos filósofos mayoritariamente aristócratas había promovido una revolución de las masas, y varios simpatizantes terminaron sus vidas en la guillotina. A principios de la década de 1790 era posible creer que los abogados y periodistas ambiciosos del Club Jacobino habían incitado a la multitud parisina a su frenesí destructivo por sus propios intereses, pero para 1794 Danton, Robespierre y el resto de los líderes jacobinos habían seguido a sus víctimas hasta la guillotina: ¿cómo podían haber sido los titiriteros si sus propias cuerdas habían sido cortadas tan brutalmente?, se preguntó el autor escocés.  Lo que Robison proponía en las páginas meticulosamente documentadas de Pruebas de una conspiración era que todos estos agentes de la revolución habían sido peones en un juego mucho más grande, cuyas ambiciones apenas comenzaban a hacerse visibles.

La revolución francesa, como todos los eventos mundiales convulsivos anteriores y posteriores, estuvo llena de conspiraciones, producto de la velocidad de los acontecimientos, el pánico de quienes estaban inmersos en ellos y la limitada información disponible conforme se desarrollaban. En Gran Bretaña, enemigos de la revolución como Edmund Burke afirmaron desde el principio que “ya están formándose confederaciones y correspondencias de índole extraordinaria en varios países”, y para 1797 muchos creían — y con buenas razones — que sociedades secretas en Irlanda conspiraban con Napoleón para derrocar al gobierno británico e invadir el continente. La fuerza de la revelación de Robison consistía en que identificaba dentro del bullicioso caos de conspiraciones un único protagonista, una única ideología y una única trama general que cristalizaba el caos en una épica lucha entre el bien y el mal, cuyo resultado definiría el futuro de la política mundial. 

Retrato de Adam Weishaupt incluido en Cagliostro: el esplendor y la miseria de un maestro de la magia (1910) de W.R.H. Trowbridge.

La vasta conspiración de Robison necesitaba una figura imponente como cabeza visible, y sin embargo, el elegido parecía en apariencia poco adecuado para ese papel: Adam Weishaupt, fundador de la Orden bávara de los Illuminati. Aunque era un hombre obsesivo y dominante, Weishaupt enfrentó dificultades desde el principio para atraer miembros a su sociedad secreta, cuyos integrantes debían adoptar seudónimos místicos designados por él, someterse a grados iniciáticos estrictos —como Novicio, Minerval, Illuminatus Minor y Major, Dirigens y Magus— y asumir roles subordinados dentro de su ambiciosa aunque vaga campaña de dominación mundial.

En 1784, cuando la Orden fue descubierta y prohibida por el Elector de Baviera, Weishaupt se exilió a Gotha, en el centro de Alemania, donde desde entonces pareció dedicarse casi exclusivamente a escribir una serie de memorias melancólicas y autoculpabilizantes sobre sus experiencias.

Sin embargo, había mucho en la trayectoria de los Illuminati que, al menos para Robison, sugería una visión mucho más amplia y siniestra. El carácter mesiánico con que Weishaupt concebía su misión y la complejidad excesiva de la estructura de la Orden hacían pensar en una organización mucho más vasta que la que realmente se había descubierto; y la intensa represión que sufrió parecía desmedida en relación con el peligro real que representaba.

Se convirtió en un punto central de las profundas inquietudes de la iglesia y la monarquía frente a la agenda de razón y progreso que una primera línea de filósofos y científicos estaba extendiendo por toda Europa. La controversia en torno a los Illuminati generó cientos de panfletos, debates encendidos, carteles y hojas sensacionalistas, todos compitiendo por presentar las acusaciones más duras de impiedad y sacrilegio.

Fueron precisamente estas fuentes las que Robison pasó años examinando cuidadosamente, buscando anécdotas y denuncias que pudiera transformar en pruebas de la conspiración que ahora presentaba. Para un observador imparcial, Weishaupt y sus Illuminati podrían haber simbolizado las fuerzas que estaban reconfigurando Europa; pero para Robison, se habían convertido en la causa real y concreta: el núcleo, hasta entonces invisible, de la red de acontecimientos que había envuelto al mundo entero. 

 

El emblema original de los Illuminati bávaros: el búho de Minerva, símbolo de la sabiduría, encima de un libro abierto

Robison pudo haber sido un mero espectador externo de la polémica en torno a los Illuminati, pero no era ciertamente un observador imparcial. Aunque Pruebas de una conspiración sorprendió —y en muchos casos resultó incluso embarazoso— para sus amigos y colegas científicos, existían múltiples razones que explicaban por qué los Illuminati habían cobrado precisamente esa forma en su mente. Su descubrimiento le permitió dar sentido a sospechas y conflictos largamente arraigados tanto en su vida personal como profesional, y coincidió especialmente con sus propias experiencias inquietantes dentro de la masonería.

Para 1797, el carácter de Robison había tomado un giro profundo y oscuro, muy distante del temperamento alegre y sociable de su juventud. Desde 1785 padecía una misteriosa afección médica: un espasmo intenso y doloroso en la ingle que parecía originarse debajo de sus testículos, cuya causa exacta desconcertó a los médicos más prestigiosos de Edimburgo y Londres. Atormentado por el sufrimiento físico y frecuentemente confinado a la cama, hacia finales de la década se había convertido en una figura retraída y solitaria. Consumía opio con regularidad, una práctica que, según algunos de sus conocidos, lo hacía más susceptible a la melancolía, la confusión y la paranoia.

Mientras las crisis sucesivas de la Revolución Francesa sacudían Gran Bretaña, el clima de pánico era especialmente intenso en Escocia, donde ministros y jueces avivaban constantemente rumores sobre traidores y células jacobinas secretas. Torturado por el dolor, bajo fuertes dosis de medicamentos y acosado por noticias alarmantes provenientes del exterior, Robison contaba con demasiados hilos oscuros para entretejerlos en la trama que finalmente lo consumiría por completo. 

 

Retrato de John Robison (1798) pintado por Henry Raeburn

La política también proyectó una sombra profunda sobre su vida profesional. Las ciencias físicas estaban bajo la influencia de otra revolución francesa, esta vez encabezada por Antoine Lavoisier. Durante la década de 1780, Lavoisier había transformado por completo la química del siglo anterior gracias a su descubrimiento del oxígeno, con el cual logró establecer nuevas teorías sobre la combustión y comenzó el proceso de reducir todas las sustancias materiales a una tabla básica de elementos.

La revolución científica de Lavoisier dividió a la comunidad británica de químicos: algunos reconocieron que sus experimentos técnicamente brillantes habían transformado radicalmente la ciencia de la materia; pero para otros, su nueva terminología extranjera — al igual que el sistema métrico francés o el año cero revolucionario — representaba un intento arrogante de borrar la sabiduría acumulada durante siglos y de eliminar cualquier lugar para Dios en la comprensión del mundo. El antiguo sistema de la química, con sus conceptos misteriosos de energía y sus lenguajes simbólicos de esencias y principios, permitía fácilmente la idea de una fuerza vital y del soplo divino; pero en el universo frío y mecanicista de Lavoisier, la materia se reducía a bloques inertes manipulados por fuerzas medibles como la presión y la temperatura.

Robison nunca aceptó estas teorías francesas, y para 1797 ya había integrado profundamente la nueva química dentro de su trama sobre los Illuminati. Para él, Lavoisier — junto con Joseph Priestley, el químico experimental más destacado de Gran Bretaña y clérigo disidente — era un maestro illuminati que trabajaba en colaboración con logias masónicas infiltradas para difundir la doctrina del materialismo que serviría de base al nuevo orden mundial ateo.

Los famosos salones de Madame Lavoisier, donde se reunían las principales figuras intelectuales del continente, fueron presentados por Robison como escenarios de ritos sacrílegos: allí, la anfitriona, vestida con las vestiduras ceremoniales de una sacerdotisa oculta, quemaba ritualmente los textos de la vieja química. Aunque esta imagen pueda parecer improbable, encajaba perfectamente con otras pruebas que Robison había reunido en su libro, como el panfleto anónimo alemán que aseguraba que en los salones del filósofo Barón de Holbach se practicaba la disección de cerebros de niños vivos comprados a padres pobres, con el fin de aislar su fuerza vital. 

 


Ritual masónico francés. Iniciación de un aprendiz masón alrededor de 1800, grabado (ca. 1805) basado en uno de Gabanon sobre el mismo tema datado en 1745

Los Illuminati habían influido en la vida profesional de Robison, pero su conexión más personal con la conspiración provenía precisamente de su experiencia con la masonería. Había sido miembro del rito escocés durante décadas y nunca había visto sus logias como algo más que “una excusa para pasar una o dos horas en un tipo de convivencia decente, no completamente ajena a alguna ocupación racional”. Sin embargo, su carrera lo llevó con frecuencia al extranjero, donde se sorprendió al descubrir que no todas las órdenes masónicas eran igual de inofensivas.

En 1770 pasó un año en la corte de Catalina la Grande en San Petersburgo, aprendiendo ruso y ofreciendo conferencias sobre navegación. Durante esos viajes conoció a otros masones y visitó logias en Francia, Bélgica, Alemania y Rusia. Lo que encontró le causó un profundo impacto: comparadas con el rito escocés, las logias del continente eran, según su visión, “escuelas de irreligión y libertinaje”. Sus miembros le parecieron dominados por el “entusiasmo y el fanatismo”, y sus ideas religiosas claramente alteradas por los caprichos místicos de Jacob Boehme y Swedenborg, así como por las doctrinas extremas y engañosas de los rosacruces modernos, además de magos, magnetizadores y exorcistas, entre otros. Treinta años más tarde, al recordar el ocultismo y el libre pensamiento a los que había estado brevemente pero intensamente expuesto, no tenía duda alguna sobre el origen de la destrucción que había envuelto al continente.

Aunque Pruebas de una conspiración se convirtió en un notable éxito editorial, la teoría sobre los Illuminati nunca atrajo tanto a la clase política británica como lo hizo en Europa continental. Una vez superado el momento álgido de la Revolución Francesa, algunas voces conservadoras atribuyeron esto al buen sentido tradicional británico; pero en realidad, Gran Bretaña enfrentaba en aquel momento amenazas y conspiraciones mucho más serias. Los derechos del hombre , de Tom Paine, fue una obra mucho más incendiaria y radical que cualquier texto secreto atribuido a los Illuminati bávaros. Vendió más de doscientas mil copias en una edición económica de seis peniques —una cifra muy superior al número total de lectores habituales de libros hasta ese momento—. Con la marina británica afectada por motines y el gobierno luchando por contener protestas y disturbios masivos, no era extraño que las actividades de una antigua logia bávara, ya disuelta hacía tiempo, parecieran menos urgentes. 

 


Detalle de “Washington como Maestro masón”, imagen que muestra al presidente estadounidense George Washington presidiendo una reunión de la Logia de la Masonería de Alexandria, Virginia, por James Fuller Queen (1870) .

Sin embargo, el libro de Robison tuvo un impacto profundo y duradero en los Estados Unidos. Allí, las fuerzas enfrentadas de revolución y reacción que habían sacudido Europa se manifestaban de una manera que amenazaba con dividir a los Padres Fundadores y destruir la joven constitución del país. Mientras figuras como Thomas Jefferson se veían a sí mismos como aliados cercanos de una república francesa que había roto las cadenas de la monarquía y con la cual comerciaban pese a los bloqueos navales británicos, otros fundadores, como Alexander Hamilton —cuyo partido federalista abogaba por un Estado fuerte encaminado a proteger los intereses de los ciudadanos más ricos— temían la infiltración de las ideas radicales provenientes de la Revolución francesa.

En un clima político cargado de tensiones, donde las acusaciones de traición volaban de un bando al otro, Pruebas de una conspiración fue rápidamente adoptado por los federalistas como prueba de una agenda oculta detrás de consignas poderosas pero ambiguas como democracia, abolición de la esclavitud y derechos del hombre. Las palabras de Robison se repetían sin cesar en los púlpitos y panfletos de Nueva Inglaterra durante 1798 y 1799, y Jefferson llegó a ser acusado públicamente de pertenecer a la Orden de Weishaupt.

Pero estas acusaciones nunca fueron comprobadas; el “pánico por los Illuminati” terminó desvaneciéndose y los federalistas perdieron influencia para no recuperarla jamás. No obstante, este episodio dejó una huella profunda en la mentalidad política estadounidense, convirtiéndose en parte de una larga tradición de paranoia política que se renovaría en distintas formas a lo largo del tiempo.

Las ideas de Robison siguieron siendo retomadas y reinterpretadas, influyendo de manera persistente en la política moderna. Una figura clave en la historia de las teorías conspirativas, Nesta Webster, aceptó completamente su teoría, aunque más tarde llegó a creer que los Illuminati eran solo una fachada: según ella, los verdaderos conspiradores eran el llamado “peligro judío”, cuya supuesta agenda había sido revelada en los Protocolos de los Sabios de Sion . Aunque Webster terminó marginada al afiliarse a la Unión británica de fascistas, en su momento contó con apoyo amplio e incluso recibió elogios en los escritos periodísticos de Winston Churchill.

La conspiración contra la civilización data de los días de Weishaupt”, escribió Churchill en el Sunday Herald en 1920; “como historiadora moderna, la señora Webster ha mostrado hábilmente que jugó un papel reconocible en la Revolución Francesa”. Hasta hoy, muchos dentro de la derecha aislacionista siguen creyendo en la teoría de Robison. Por ejemplo, la Sociedad John Birch mantiene oficialmente que los Illuminati fundados por Weishaupt “fueron el antecedente del movimiento comunista y el modelo para los movimientos conspirativos subversivos modernos”. 

 


Versión del reverso del Gran sello de los Estados Unidos impresa en un folleto gubernamental estadounidense de 1909 sobre el Gran sello. Según Henry A. Wallace, esta fue la versión del reverso del Gran sello que atrajo su atención, lo que lo llevó a sugerir al presidente Franklin Roosevelt que incluyera el diseño en una moneda; en ese momento, Roosevelt decidió incorporarlo en el reverso del billete de un dólar 

Tras la muerte de Robison, ocurrida tras una última crisis médica en 1805, su colega en Edimburgo, el geólogo pionero John Playfair, escribió un respetuoso memorial centrado en sus logros científicos, pero que no pudo evitar mencionar la obra por la cual sería mejor recordado. “La alarma provocada por la Revolución Francesa”, señaló Playfair con tacto, “produjo en el Sr. Robison un grado de credulidad que no era habitual en él”. Era una credulidad, insistió, compartida por muchos que no podían aceptar que la revolución hubiera sido un auténtico movimiento popular surgido como respuesta a la opresión de un régimen tiránico; se aferraron a la idea de que debió haber sido orquestada por una pequeña célula de fanáticos, y consideraron que la falta de evidencia de tal conspiración era, en sí misma, prueba de la habilidad de los conspiradores para ocultar sus actividades a la vista pública.

El análisis de Playfair contenía mucho sentido común, y podría aplicarse igualmente a muchos que más tarde llegaron a creer en las teorías de Robison, y que aún hoy las sostienen. Pero si el impacto del mundo moderno irrumpiendo ante sus ojos desequilibró el juicio de Robison, también le otorgó una perspectiva vívida, casi visionaria, sobre los nuevos peligros que podrían surgir al transferir el control político desde las manos de la iglesia y la monarquía hacia el pueblo. Forjada en el mismo crisol que cada ideología política moderna, desde el conservadurismo hasta el nihilismo, desde el anarquismo hasta la dictadura militar, la conspiración de los Illuminati se ha convertido en un mito moderno: no únicamente en el sentido despectivo de que su base factual se desvanece bajo el escrutinio, sino también como una narrativa flexible, capaz de adaptar su significado para ajustarse a escenarios nuevos e imprevistos. Desde la década de 1970 ha sido satirizada con entusiasmo como una locura barroca del pensamiento conservador por figuras contraculturales como Robert Anton Wilson, pero esto no ha hecho más que incrementar su fama y misterio: Ángeles y Demonios , de Dan Brown, muestra que los lectores contemporáneos aún consumen con fervor la versión original de Robison, sin modificaciones, por millones. En la cultura popular y la religión tradicional, en la sátira y la política nacionalista, la conspiración de los Illuminati sigue resonando con su advertencia de que la luz de la razón tiene sus sombras, y de que incluso la democracia más ilustrada puede ser manipulada por manos ocultas.


Sobre el autor: Mike Jay ha escrito extensamente sobre historia de la ciencia y de la medicina y contribuye regularmente a la London Review of Books y al Wall Street Journal . Su último libro es Psiconautas: drogas y la formación de la mente moderna, y sus obras previas sobre historia de las drogas incluyen Mezcalina , Alta sociedad y La atmósfera del cielo .

21.6.25

Por qué la gente cree en las teorías de conspiración y cómo lograr que cambien de opinión

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El siguiente artículo fue escrito en 2017 por el periodista científico Mark Lorch  y publicado en The Conversation . El original en inglés puede encontrarse aquí.

 

 Por qué la gente cree en las teorías de la conspiración y cómo hacerles cambiar de opinión 

Estoy sentado en un tren cuando un grupo de aficionados al fútbol entra en tropel. Recién salidos de un  partido –su equipo ha ganado claramente– ocupan los asientos vacíos a mi alrededor. Uno recoge un periódico abandonado y se ríe con desdén mientras lee los últimos "hechos alternativos" difundidos por Donald Trump.

Los demás pronto aportan sus opiniones sobre la afición del presidente estadounidense por las teorías conspirativas. La charla rápidamente deriva hacia otras conspiraciones y disfruto escuchando a escondidas mientras el grupo ridiculiza ferozmente a los terraplanistas, los memes sobre estelas químicas (chemtrails)  y la última idea de Gwyneth Paltrow.

Luego se produce una pausa en la conversación, y alguien aprovecha para intervenir con: "¡Esas cosas quizá sean tonterías, pero no intentes decirme que puedes confiar en todo lo que nos dice el sistema! Mira los alunizajes, obviamente fueron falsificados y ni siquiera lo hicieron bien. ¡El otro día leí un blog que señalaba que ni siquiera hay estrellas en ninguna de las fotos!".

Para mi asombro, el grupo aporta otras "pruebas" que apoyan el fraude del alunizaje: sombras inconsistentes en las fotografías, una bandera ondeando cuando no hay atmósfera en la luna y cómo Neil Armstrong fue filmado caminando sobre la superficie cuando no había nadie para sostener la cámara.

Hace apenas un minuto parecían personas racionales, capaces de analizar evidencia y llegar a conclusiones lógicas. Pero ahora la situación está derivando hacia el absurdo. Así que respiro profundamente y decido intervenir.

"En realidad todo eso puede explicarse bastante fácilmente…"

Se vuelven hacia mí horrorizados de que un extraño se atreva a entrometerse en su conversación. 

Continúo impertérrito, asestándoles una ráfaga de hechos y explicaciones racionales.

"¡La bandera no ondeó al viento, solo se movió cuando Buzz Aldrin la plantó! 

Las fotos se tomaron durante el día lunar – y obviamente no puedes ver las estrellas de día.

Las sombras extrañas se deben a los objetivos de gran angular que usaron, que distorsionan las fotos. 

Y ... nadie grabó a Neil bajando la escalerilla. Había una cámara montada en el exterior del módulo lunar que lo filmó dando su gran salto. 

Si eso no basta, la prueba definitiva final proviene de las fotos tomadas por la sonda espacial  Lunar Reconnaissance Orbiter  de los lugares de alunizaje, en las que se pueden ver claramente las huellas que dejaron los astronautas al caminar sobre la superficie lunar".

"¡Asunto arreglado!", pienso para mí.

Sin embargo, parece que mis oyentes están lejos de estar convencidos. Se vuelven contra mí, esgrimiendo afirmaciones cada vez más ridículas. Aseguran que Stanley Kubrick filmó todo, que personas clave han muerto de formas misteriosas, y así sucesivamente.

El tren llega a una estación que no es la mía, pero decido bajarme igualmente para reflexionar sobre lo ocurrido. Expuse varios hechos claros y respaldados con evidencia, pero no lograron cambiar su opinión ni siquiera un poco. Me quedé pensando: ¿por qué, a pesar de los argumentos sólidos, no tuve ningún efecto en ellos?

La respuesta sencilla es que los hechos y los argumentos racionales no siempre son suficientes para modificar las creencias de las personas. Esto se debe a que el cerebro, aunque racional en apariencia, está moldeado por un diseño evolutivo que no siempre favorece la lógica por encima de todo. Una de las razones por las que surgen tan frecuentemente las teorías conspirativas es nuestra tendencia natural a imponer orden al caos y a detectar patrones incluso donde no los hay. De hecho, un estudio reciente encontró una correlación entre el deseo individual de estructura y el grado de susceptibilidad a creer en teorías conspirativas.

Tomemos esta secuencia como ejemplo:

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¿Ves un patrón? Es muy probable que sí — y no eres el único. Una encuesta rápida en Twitter, inspirada en un estudio más riguroso, mostró que el 56% de las personas también lo percibieron. El problema es que la secuencia fue creada completamente al azar, lanzando una moneda.

Nuestra necesidad de encontrar orden y nuestra habilidad para detectar patrones pueden llevarnos demasiado lejos. A veces vemos conexiones donde no las hay. Es algo común: como cuando identificamos formas en las nubes, creemos ver figuras en el cielo, o pensamos que las vacunas causan autismo, a pesar de que esa idea carece de fundamento científico.

La capacidad de reconocer patrones fue probablemente una ventaja evolutiva para nuestros ancestros: era mejor equivocarse al detectar la presencia de un depredador que ignorar la señal de un gran felino hambriento. Sin embargo, en nuestro mundo actual, lleno de información y estímulos constantes, esa misma tendencia nos lleva a ver conexiones donde no las hay — como causas y efectos falsos o teorías conspirativas — por todas partes.

Presión social

Una de las razones por las que tendemos a creer en teorías conspirativas es que somos animales sociales. A lo largo de nuestra evolución, mantener una buena posición dentro del grupo ha sido más importante para la supervivencia que tener siempre la razón. Por eso, constantemente comparamos nuestras ideas y comportamientos con los de nuestro entorno y ajustamos nuestros puntos de vista para encajar. Esto significa que si quienes nos rodean creen en algo, lo más probable es que terminemos creyéndolo también nosotros.

Este fenómeno fue demostrado claramente en 1961 por el psicólogo social Stanley Milgram — conocido sobre todo por sus experimentos sobre obediencia a la autoridad — en un experimento sencillo y curioso: el “experimento de la esquina”. Consistía en colocar a una persona mirando hacia el cielo en una calle concurrida. Solo con eso, alrededor del 4% de los transeúntes se detenían a imitarla. Pero cuando el número de personas mirando al cielo aumentaba hasta quince, cerca del 40% de los transeúntes hacían lo mismo. Seguramente has vivido algo similar: en un mercado, por ejemplo, tiendes a acercarte a un puesto que tiene muchas personas observándolo.

Este efecto se extiende también a las ideas. Cuantas más personas creen en una afirmación, más fácil nos resulta aceptarla como verdadera. Si estamos expuestos repetidamente a una idea dentro de nuestro círculo social, esta acaba formando parte de nuestra visión del mundo. En otras palabras, la prueba social —es decir, ver que muchos otros creen algo— suele ser más persuasiva que la evidencia real. De hecho, este principio es tan poderoso que se usa ampliamente en publicidad: frases como "el 80% de las mamás está de acuerdo" no buscan informar, sino influir.

Pero la prueba social es solo una de varias formas en que ignoramos la evidencia a través de falacias lógicas . Otra es el sesgo de confirmación, una tendencia muy común que hace que busquemos y demos crédito a la información que respalda nuestras creencias, mientras rechazamos o ignoramos la que las contradice. Todos somos susceptibles a él. Piensa, por ejemplo, en la última vez que escuchaste un debate político en radio o televisión: ¿qué tanto peso le diste a los argumentos contrarios a los tuyos comparado con los que apoyaban tu postura?

Probablemente, sin importar lo razonables que fueran ambas posiciones, descartaste rápidamente las opiniones opuestas y te sentiste inclinado a aceptar las que coincidían contigo. Este sesgo también se manifiesta en la forma en que elegimos nuestras fuentes de información: solemos preferir aquellas que ya refuerzan nuestras ideas. Y esto explica, en gran parte, por qué tus creencias políticas suelen determinar qué medios de noticias consumes.

 

La diferencia

 

Por supuesto, existe un sistema de creencias diseñado específicamente para reconocer y reducir falacias lógicas como el sesgo de confirmación: la ciencia. A través de la repetición de observaciones y experimentos, la ciencia transforma anécdotas en datos confiables, minimiza los sesgos y permite que las teorías se actualicen cuando aparece nueva evidencia. Esto significa que, a diferencia de otras formas de conocimiento, la ciencia está abierta a revisar y corregir sus propias conclusiones.

Sin embargo, eso no nos inmuniza contra el sesgo de confirmación. Ni siquiera a los científicos. El famoso físico Richard Feynman contó una vez un ejemplo de este sesgo dentro de una de las áreas más rigurosas de la ciencia: la física de partículas. Un campo donde se espera precisión extrema, pero donde incluso los expertos pueden verse influenciados por sus propias expectativas.

"Millikan midió la carga de un electrón mediante un experimento con gotas de aceite en caída y obtuvo un resultado que ahora sabemos no es del todo correcto. Es un poco inexacto, porque usó un valor incorrecto para la viscosidad del aire. Es interesante observar la historia de las mediciones de la carga del electrón después de Millikan. Si las graficas como función del tiempo, encuentras que una es un poco mayor que la de Millikan, y la siguiente es un poco mayor que esa, y la siguiente un poco mayor que esa, hasta que finalmente se estabilizan en un número más alto."

"¿Por qué no descubrieron de inmediato que el nuevo número era mayor? Es algo de lo que los científicos se avergüenzan – esta historia – porque es evidente que la gente hizo cosas como esta: Cuando obtenían un número demasiado por encima del de Millikan, pensaban que algo debía estar mal y buscaban y encontraban una razón por la que algo podría estar mal. Cuando obtenían un número más cercano al valor de Millikan, no buscaban con tanto ahínco."

Errores de desmitificación

Es posible que te sientas tentado a seguir el ejemplo de los medios populares y tratar las ideas erróneas y teorías conspirativas con el enfoque de desmitificación. Presentar el mito junto con la realidad parece una buena forma de confrontar los hechos con las falsedades cara a cara, para que la verdad quede en evidencia. Pero nuevamente, este enfoque resulta ser contraproducente: parece generar lo que se conoce como el efecto contraproducente, "backfire effect" en inglés, un fenómeno en el cual el mito termina siendo más recordado que el hecho real.

Uno de los ejemplos más llamativos de esto se vio en un estudio que evaluaba un folleto titulado"Mitos y hechos" sobre vacunas contra la gripe. Inmediatamente después de leer el folleto, los participantes recordaban con precisión los hechos como hechos y los mitos como mitos. Pero apenas 30 minutos después esto se había invertido completamente, siendo mucho más probable que los mitos fueran recordados como "hechos".

Simplemente, el mencionar los mitos en realidad ayuda a reforzarlos. Y luego, a medida que pasa el tiempo, olvidas el contexto en que escuchaste el mito –en este caso durante un desenmascaramiento– y solo queda el recuerdo del mito en sí.

Para empeorar las cosas, presentar información correctiva a un grupo con creencias firmes puede en realidad terminar fortaleciendo su opinión previa,incluso cuando la nueva información la contradice. La nueva evidencia genera inconsistencias en nuestras creencias y solemos recurrir a la autojustificación y desarrollar aún más rechazo hacia ideas contrarias, lo que nos hace aferrarnos  con más fuerza a nuestras posturas. A esto se lo conoce como el "efecto boomerang", y representa un gran obstáculo cuando se intenta guiar a las personas hacia comportamientos más adecuados. 

 

Por ejemplo, estudios han demostrado que los mensajes de información pública dirigidos a reducir el hábito de fumar, consumo de alcohol y de drogas habían tenido todos el efecto contrario.

Haz amigos

Si no puedes confiar en los hechos,entonces ¿cómo consigues que la gente descarte sus teorías conspirativas u otras ideas irracionales?

La alfabetización científica probablemente ayude a largo plazo. Con esto no me refiero a conocer hechos, cifras o técnicas específicas, sino más bien a entender el método científico y desarrollar pensamiento analítico. De hecho estudios muestran que descartar teorías conspirativas está asociado con un pensamiento más analítico. La mayoría de la gente nunca hará ciencia propiamente dicha, pero se encuentra y usa la ciencia a diario, por lo que los ciudadanos necesitan habilidades para evaluar críticamente afirmaciones científicas.

Por supuesto, modificar el currículo nacional no servirá para resolver mi discusión en el tren. Para un enfoque más inmediato, es clave darse cuenta de que pertenecer a un grupo o tribu ayuda mucho. Antes de empezar a difundir un mensaje, busca puntos en común.

Mientras tanto, para evitar el efecto contraproducente, ignora los mitos. No los menciones ni los reconozcas. Simplemente presenta los puntos clave: las vacunas son seguras y reducen entre un 50 % y un 60 % las probabilidades de contraer gripe, y ya está. No hables de los conceptos erróneos, porque suelen recordarse mejor que los hechos.

Además, no provoques una reacción defensiva en tus oponentes al cuestionar directamente su visión del mundo. En lugar de eso, ofrece explicaciones que sean compatibles con sus creencias previas. Por ejemplo, los conservadores que niegan el cambio climático estarán más dispuestos a cambiar de opinión si se les presentan opciones que incluyan beneficios empresariales y protección al medio ambiente.

Una sugerencia más: usa historias para explicar tu punto. La gente se involucra mucho más con narrativas que con diálogos argumentativos o descriptivos. Las historias conectan causa y efecto de manera natural, haciendo que las conclusiones que quieres transmitir parezcan casi inevitables.

Todo esto no quiere decir que los hechos y el consenso científico no sean importantes. Al contrario, son fundamentales. Pero entender las fallas en nuestro propio pensamiento nos permite comunicar nuestras ideas de forma mucho más efectiva y convincente.

Es fundamental cuestionar los dogmas, pero en lugar de unir puntos sin conexión para crear teorías conspirativas, debemos exigir evidencia a quienes toman decisiones. Pide ver los datos que respaldan una creencia y busca información que la respalde o la refute. Parte de este proceso es reconocer nuestros propios sesgos, limitaciones y errores de razonamiento.

Entonces, ¿cómo podría haber sido mi conversación en el tren si hubiera seguido mi propio consejo? Volvamos al momento en que noté que la charla empezaba a tomar un rumbo conspirativo. Esta vez, respiro hondo y digo:

—Oye, gran resultado en el partido. Lástima que no conseguí entradas.

Pronto estamos inmersos en una conversación mientras discutimos las chances del equipo esta temporada. Unos minutos después, me dirijo al teórico de la conspiración lunar:

—Oye, estaba pensando en lo que dijiste sobre los alunizajes. ¿No se veía el sol en algunas fotos?

Asiente.

—Entonces era de día en la Luna. Y al igual que acá en la Tierra, ¿esperarías ver estrellas en el cielo?

—Ajá, supongo que no, no lo había pensado. Quizá ese blog que consulté antes no tenía toda la razón. 

10.6.25

La dama marrón de Raynham Hall


Durante una sesión fotográfica realizada el 19 de septiembre de 1936 en la mansión campestre Raynham Hall en Norfolk, Reino Unido , el fotógrafo Hubert C. Provand de la publicación Country Life y su colaborador Indre Shira documentaron lo que se convertiría en una de las imágenes fantasmales más famosas de la historia. Mientras trabajaban en la escalera principal del edificio, Shira reportó haber observado una aparición etérea con forma femenina que se desplazaba hacia ellos. En respuesta a esta observación, Provand procedió a realizar una exposición fotográfica que, al revelarse,  mostró la enigmática figura conocida como la "dama marrón".

El relato de este incidente, acompañado de la polémica imagen , fue difundido por Country Life en su edición del 26 de diciembre de 1936, y posteriormente reproducido en la revista Life el 4 de enero de 1937.
Sin embargo, expertos en fotografía paranormal, como Joe Nickell, han señalado que la imagen es probablemente resultado de una doble exposición (técnica común en la época), o  podría tratarse de un reflejo o manipulación deliberada.

La leyenda de la "Dama marrón"  de Raynham Hall se cuenta entre las historias de fantasmas más famosas de Inglaterra. Según el relato popular, Lady Dorothy Walpole (1686–1726) habría muerto encerrada en Raynham Hall  por orden de su esposo, Charles Townshend, 2.º Vizconde Townshend, tras descubrirse una supuesta infidelidad. No obstante, un análisis riguroso de fuentes históricas revela que esta historia carece de fundamento.

Dorothy Walpole nació en 1686, hija de Robert Walpole (destacado político) y hermana de Sir Robert Walpole, considerado el primer Primer Ministro de Gran Bretaña. En 1713, se casó con Charles Townshend, 2.º Vizconde Townshend, un influyente político whig. La pareja tuvo siete hijos, lo que sugiere una relación estable durante años.Según registros históricos, Dorothy falleció el 29 de marzo de 1726, a los 40 años a causa de viruela como confirma el Oxford Dictionary of National Biography (ODNB) 

Los archivos familiares (Townshend Manuscripts, en el Norfolk Record Office) no mencionan ningún castigo o  encierro en la mansión. Además, Charles Townshend mantuvo una relación política cercana con el hermano de Dorothy, Sir Robert Walpole, después de su muerte, lo que hace improbable la existencia de un conflicto familiar grave.

El origen del mito se remonta a mas de un siglo después de la muerte de Dorothy, durante el siglo XIX, cuando el interés por lo sobrenatural alcanzaba su apogeo en la Inglaterra victoriana. En 1835, el escritor Frederick Marryat (autor de "El buque fantasma") afirmó haber visto el fantasma de Dorothy en Raynham Hall, según relata su hija en el libro There is no death. Este testimonio sensacionalista ayudó a popularizar el mito, asociando la leyenda con una figura vestida de marrón (de ahí el nombre "Brown Lady"), que supuestamente vagaba por la mansión. Sin embargo, el incidente más conocido ocurrió en 1936 con la publicación de la controvertida fotografía en Country Life.

Tom Ruffles en su análisis  The Brown Lady of Raynham Hall - Re-examination of a Classic Ghost Photograph and a Possible Explanation señala que Shira no era simplemente un fotógrafo social que tropezó casualmente con un fantasma mientras documentaba una mansión señorial. Su previo entusiasmo por los aspectos espectrales de la casa y el comportamiento de su esposa hacen que su declaración en Country Life sobre no estar interesado en fenómenos psíquicos resulte  sospechosa. Los fantasmas ocupaban claramente la mente de Shira.

Ruffles propone una explicación técnica  detallada sobre cómo pudo realizarse la fotografía. 

La silueta de la figura guarda similitud con una estatua de la Santísima Virgen María con la cabeza cubierta y un manto que caía hacia abajo sobre una túnica. Un método para producir tal figura dentro de la fotografía habría utilizado terciopelo negro. En este escenario, Provand habría tomado primero la fotografía de la escalera, luego en el estudio colocado una estatua frente a un fondo de terciopelo negro. Quizás seleccionaron una Virgen porque sabían que Lady Townshend tenía fuertes creencias religiosas, o porque era fácil de conseguir. Con una fuente de luz uniforme para reducir el modelado, se tomaría una fotografía sobreexpuesta de la estatua, dejando poco detalle pero principalmente una forma brillante. Esto produciría un negativo mayormente blanco (gracias al terciopelo) con la forma más oscura.

Ruffles añade:

Los dos negativos se superpondrían y al imprimirse, la escalera se vería a través del otro negativo, haciendo parecer que la figura estaba parada en uno de los peldaños. El tamaño de la figura podría ajustarse moviendo la cámara frente a la estatua hasta lograr la proporción correcta respecto a las escaleras (aunque en términos de escala parece más bien pequeña), y los negativos podrían moverse para asegurar la posición correcta. El compuesto resultante se volvería a fotografiar para crear un nuevo negativo, siendo la única desventaja una ligera pérdida de detalle, como lo que ocurre con los paneles y barandillas.

En otras palabras, todo apunta a un trucaje deliberado.

Entonces, ¿por qué persiste el mito? En primer lugar debido al indudable gusto británico por las historias de fantasmas. En segundo término, por el atractivo poder que mantienen los relatos anecdócticos por sobre la evidencia desmitificadora rigurosa. Y en tercer lugar, por el redituable interés en el turismo paranormal:  aunque Raynham Hall (aún en manos privadas) se abre al público ocasionalmente y  su sitio web oficial enfatiza su valor  arquitectónico e histórico antes que su fama de lugar encantado , lo cierto es que muchos visitantes acuden al lugar atraídos por su reputación de sitio embrujado, como lo demuestran diversos blogs y guías turísticas  de Norfolk

1.6.25

Creencias y experiencias anómalas ante la neurociencia

 

 


Los neuropsicólogos suizos Peter BruggerChristine Mohr escribieron la introducción al monográfico de la revista Cortex del año 2008  dedicado a la neuropsicología de las creencias y experiencias paranormales, que explora la conexión entre la función cerebral y la tendencia a creer o experimentar fenómenos de este tipo. A continuación presento una reseña de dicho artículo que se titula "La mente paranormal: cómo el estudio de las experiencias y creencias anómalas puede aportar información a la neurociencia cognitiva "

 

¿Por qué estudiar las creencias en lo paranormal? 

Aunque las creencias paranormales han sido generalmente ignoradas en la investigación neurocientífica, los autores sostienen que analizarlas puede ayudar a comprender mejor los mecanismos cognitivos y cerebrales involucrados en la formación de creencias, tanto en personas sin trastornos mentales como en aquellas que sufren condiciones psiquiátricas.

Estudiar estas creencias, piensan, es relevante por varias razones. En primer lugar, pueden funcionar como un puente entre la psicología normal y la psicopatología. Mientras que la neuropsiquiatría ha puesto el foco tradicionalmente en delirios patológicos —como los que aparecen en la esquizofrenia—, examinar creencias paranormales en individuos sanos puede revelar mecanismos comunes, lo que amplía nuestra comprensión sobre cómo y por qué las personas llegan a creer en ciertas cosas.

En segundo lugar, agregan, es posible que estos modos de pensar hayan cumplido funciones adaptativas o hayan facilitado soluciones innovadoras a problemas cotidianos.

¿Qué son las creencias "paranormales"?

Brugger y Mohr señalan que no existe una definición universalmente aceptada del término “paranormal”, la mayoría de los estudios suelen definirlo según el instrumento o contexto específico que utilizan para medirlo. Los autores prefieren la definición que propone la Parapsychological Association "los fenómenos paranormales pueden entenderse como “anomalías aparentes de comportamiento y experiencia que no tienen una explicación clara dentro de los mecanismos científicamente conocidos” (Irwin, 1999).

Para los autores del texto , las creencias paranormales pueden surgir tanto de errores en la interpretación de eventos cotidianos (por sesgos cognitivos) como de experiencias perceptivas anómalas. Lejos de requerir explicaciones sobrenaturales, estas creencias pueden entenderse como resultado de procesos cerebrales normales que, en ciertas circunstancias, llevan a conclusiones incorrectas. 

a) Creencias basadas en la mala interpretación de experiencias normales

Este tipo de creencias surgen cuando situaciones comunes se interpretan como sobrenaturales debido a sesgos cognitivos o errores en el procesamiento de la información. Para los autores, algunos ejemplos de esas creencias son:

Estas creencias suelen estar mediadas por una serie de sesgos cognitivos, entre ellos destacan:

b) Creencias basadas en la mala interpretación de experiencias anómalas

En este segundo grupo, las creencias paranormales surgen a partir de experiencias inusuales o alteradas de la realidad, que luego se interpretan como pruebas de fenómenos sobrenaturales. Algunos ejemplos que dan en el texto:

Los redctores aclaran que estas ideas suelen estar vinculadas a experiencias sensoriales o psicológicas poco comunes, tales como:

 

Las coincidencias y la construcción de creencias

Brugger y Mohr afirman que las coincidencias son eventos reales que ocurren con frecuencia. Aunque estas experiencias son comunes, su interpretación varía enormemente según la perspectiva de quien las vive.El significado de una coincidencia no reside en el evento en sí, sino en la interpretación subjetiva que cada individuo hace de él. Es esta atribución personal lo que puede dar lugar a creencias que no están respaldadas por la evidencia científica.

Cuentan que lo largo de la historia, incluso personas inteligentes han sentido la necesidad de buscar patrones o reglas detrás de las coincidencias. Por ejemplo los estudios de Kammerer (1919), quien intentó encontrar leyes generales que explicaran estos fenómenos. Adler y Carl Jung, vieron en las coincidencias elementos de un orden simbólico o trascendental.

Este fenómeno, según los autores, forma parte de una tendencia más amplia del pensamiento humano: la capacidad de encontrar significado en configuraciones aleatorias, ya sean visuales, auditivas o espaciales. 

Al igual que un paciente puede ver formas en imágenes ambiguas durante una prueba proyectiva, enfatizan Mohr y Brugger que los investigadores científicos pueden proyectar significados sobre datos experimentales. En consecuencia, "ver cosas donde no las hay" no es exclusivo del pensamiento mágico, sino una manifestación común de los sesgos cognitivos humanos. 

No todas las creencias paranormales se basan en coincidencias; algunas surgen de la mala interpretación de experiencias cotidianas.Un ejemplo ilustrativo añaden,  es el fenómeno psiquiátrico conocido como delirio de control alienígeno, pero que también se observa en prácticas como la radiestesia (uso de varillas para localizar agua), la utilización del péndulo o la participación en sesiones con tableros ouija. Estas actividades se explican por el efecto ideomotor: movimientos involuntarios, aunque reales, que son malinterpretados como resultado de fuerzas externas.

Los autores advierten que incluso dentro de la ciencia pueden surgir errores similares al atribuir agencia o intención donde no existe. Un caso emblemático es la llamada “comunicación facilitada” con personas autistas, promovida como técnica terapéutica en los años 90. Consistía en que un terapeuta guiaba la mano del paciente sobre un teclado, interpretando que era el paciente autista quien se comunicaba. Investigaciones posteriores demostraron que los mensajes provenían del terapeuta, no del paciente. Este ejemplo para ellos, pone de relieve cómo la ilusión del control ajeno puede llevar no solo a errores conceptuales, sino también a prácticas éticamente problemáticas.

El texto invita a ir más allá del análisis individual de los errores cognitivos, proponiendo una "neuropsicología de la creencia" que busque comprender los mecanismos cerebrales responsables de la formación de creencias infundadas, así como la forma en que estas se consolidan no solo a nivel personal, sino también en estructuras sociales e institucionales, incluida la propia ciencia. 

 

¿Que son las experiencias "paranormales"?

Para Brugger y Mohr , muchas creencias paranormales se originan en lo que se conoce como "experiencias anómalas": vivencias inusuales que no encajan fácilmente dentro de los marcos explicativos científicos actuales. Aunque suelen estar asociadas a ciertos trastornos mentales, estas experiencias también ocurren en personas sin patología psiquiátrica, lo que amplía su relevancia más allá del ámbito clínico y las convierte en un objeto de estudio valioso para comprender fenómenos subjetivos extraordinarios, independientemente de su veracidad objetiva.

Un ejemplo destacado de este tipo de experiencia es la experiencia extracorporal (out-of-body experience , OBE), definida como la sensación de observar el propio cuerpo desde una posición externa, como si el “yo” se hubiera separado físicamente del cuerpo. Aunque esta experiencia puede ser puramente ilusoria, tiene un impacto profundo en quien la vive. Su relevancia radica en que puede alimentar creencias como la existencia de una vida después de la muerte: si el “alma” o el “yo” puede separarse del cuerpo durante la vida, ¿por qué no podría hacerlo tras la muerte?

Thomas Metzinger (2005) señala que esta experiencia refuerza la idea intuitiva de que el yo puede existir independientemente del cerebro, lo cual sustenta creencias sobre su supervivencia más allá de la muerte física. Lo interesante es que, pese a diferencias culturales o neurológicas, la descripción central de la experiencia —la percepción de estar fuera del cuerpo— es muy similar tanto en individuos sanos como en aquellos con condiciones neurológicas o psiquiátricas (Blackmore, 1986).

Lejos de ser un fenómeno moderno o exclusivo de ciertas sociedades, cuentan los autores, las experiencias extracorporales han sido reportadas a lo largo de la historia humana y en múltiples culturas (Sheils, 1978). Esta continuidad sugiere que se trata de una experiencia profundamente arraigada en la condición humana, aunque poco frecuente. Por ello, su estudio puede proporcionar valiosas pistas no solo sobre las bases de las creencias paranormales, sino también sobre la estructura misma de la conciencia.

Otro caso paradigmático de experiencia anómala es la parálisis del sueño , un estado intermedio entre el sueño y la vigilia en el que la persona despierta consciente pero es incapaz de moverse, a menudo acompañado de alucinaciones visuales o auditivas. En la actualidad, algunas personas interpretan estas alucinaciones como intentos de abducción extraterrestre, una explicación que refleja el contexto cultural contemporáneo. 

Para entender estas vivencias Brugger y Mohr distinguen entre “componentes hardware” y “componentes software” . Los primeros se refieren a los aspectos biológicos y neurológicos universales compartidos por todos los humanos, como la parálisis natural durante el sueño REM. Los segundos representan las interpretaciones culturales que se superponen a esa base común, dando lugar a significados diferentes según el momento histórico y el contexto social (como los espíritus medievales frente a los alienígenas modernos).

Para los autores, estas experiencias:

  • Son reales en el sentido de que son percibidas con intensidad y convicción por quienes las viven.
  • Son universales y antiguas, apareciendo en distintas culturas y momentos históricos.
  • Pueden dar lugar a creencias erróneas cuando no se comprenden adecuadamente sus bases neurológicas y psicológicas.

Como corolario señalan que el análisis de las experiencias anómalas no solo ayuda a entender el origen de muchas creencias paranormales, sino que también ofrece una ventana única para explorar los fundamentos de la percepción, la identidad y la propia naturaleza de la conciencia humana.

17.5.25

El legendario Dr. Elliotson 2° parte: Un testigo presencial describe las audiciones con las hermanas Okey

 

A continuación, traduzco un escrito de un testigo presencial anónimo de los experimentos realizados con las hermanas Okey, publicado por el editor E. Hancock  (1842), que se conserva en la colección de la Biblioteca Wellcome de Londres. A diferencia del Dr. Thomas Wakley en The Lancet , este testigo se muestra asombrado (se podría decir que se muestra crédulo) e incapaz de explicar los resultados,  pero describe las experiencias con gran precisión.

 

UN DESCUBRIMIENTO COMPLETO  DE LAS EXTRAÑAS PRÁCTICAS DEL CELEBRADO DR. ELLIOTSON,

en los cuerpos de sus pacientes femeninas en su casa de Conduit Street, Hanover Square,
con todos los experimentos secretos que realiza sobre ellas, y las curiosas posturas en que
las coloca, mientras están sentadas o de pie, despiertas o dormidas; todo ello visto por un testigo presencial y ahora plenamente revelado, mostrando las maravillas del «magnetismo animal» y la influencia de la «ciencia mesmérica».

"Lo que fue llamado brujería, y considerado el más negro de los crímenes, es ahora admirado y buscado en estos últimos tiempos. ¡Ah, Mesmer! Una vez difamado, si volvieras a levantarte de la muerte,multitudes enteras te pagarían, cada una aportando su propio donativo."


Un día reciente, mientras residía brevemente en Londres, cené en casa de un caballero cerca de Portman Square, donde casualmente conocí al célebre Dr. Elliotson. Solo había oído hablar de él a través de rumores imprecisos y no sabía casi nada más que el hecho de haber sido muy ferviente en la investigación y práctica del magnetismo animal, por lo cual había sufrido no poca censura y hostilidad profesional.

Aunque este asunto haya sido ampliamente debatido últimamente, yo nunca le había dedicado atención alguna, y probablemente no lo habría hecho si no hubiera sido por el encuentro fortuito con este destacado magnetizador e irme involucrando poco a poco en conversación con él.

La amabilidad del profesor, la viveza de sus maneras y la solidez persuasiva de sus observaciones cuando versaban sobre cuestiones filosóficas me hicieron suponer que no era hombre dado al engaño; pero al mismo tiempo me mantuve precavido, decidido a no dejarme llevar por “ninguna especie de disparate”.

Cuando llevé la conversación hacia el tema con el cual su nombre estaba tan estrechamente ligado, descubrí que no había elaborado ninguna doctrina sistemática ni teoría definida sobre el mesmerismo, como él lo llamaba. Manifestó que los experimentos realizados eran, en su juicio, sumamente interesantes, pues ponían de manifiesto fenómenos físicos e intelectuales fuera de lo común.

Que estaba convencido de que existía en la naturaleza un agente o influencia invisible, una fuerza, o como quiera denominarla, que pasaba de un animal vivo a otro como una corriente eléctrica, aun cuando ambos organismos no estuvieran en contacto directo. Y que en determinadas condiciones especialmente sensibles del cuerpo, dicha influencia generaba fenómenos particularmente notables.

Que no intentaba explicar ni comprender la esencia de tal fuerza; solo insistía en que ella existía, que podía despertarse y ponerse en acción, y que por tanto representaba una realidad natural digna de estudio y cuyos efectos debían registrarse con precisión.

“No pretendo orientarte en sentido alguno”, añadió luego; “pero si sientes interés por investigar más a fondo, ven a mi casa: haré algunos experimentos ante ti con dos pacientes, y tú podrás formarte tu propia opinión.” 

 


Las extrañas prácticas del doctor en los cuerpos de sus pacientes femeninas 

Estas explicaciones fueron tan claras y sinceras que acepté de inmediato ir a presenciar los experimentos. Se fijó el martes siguiente a las cuatro de la tarde para mi visita, y a esa hora me dirigí a la casa del médico, una elegante mansión en Conduit Street, acompañado por dos caballeros conocidos míos, uno de ellos médico, que jamás había visto experimentos de mesmerismo y en quien esperaba que pusiera especial atención para asegurarse de que no hubiera engaño ni complicidad.

Nos introdujeron en un magnífico conjunto de habitaciones, y al instante aparecieron el doctor, su asistente y sus dos pacientes. Las dos pacientes, como él me había mencionado antes, eran las  hermanas Elizabeth y Jane Okey, de dieciocho y dieciséis años respectivamente. Sin embargo, en apariencia parecían mucho más jóvenes, pues eran de baja estatura; y pronto advertí que su comportamiento estaba marcado por una extrema necedad o imbecilidad infantil. Reían, hacían muecas, hablaban un lenguaje entrecortado y sin sentido, y corrían de un lado a otro de la sala como si fueran dos niñas jugando.

A pesar de ello, entendían lo que se les decía y obedecían las órdenes recibidas, por lo que su imbecilidad no era la de unos idiotas completos. El doctor nos explicó que en cierta época habían padecido ataques epilépticos, por los cuales habían sido tratadas en uno de los hospitales de Londres; que él las había curado de aquella enfermedad mediante el mesmerismo, pero que habían quedado en aquel estado infantil en el que ahora las veíamos; que este estado era una forma de existencia peculiar: no recordaban nada, ni siquiera quiénes eran, y tenían que aprender todo de nuevo.

También indicó que su sensibilidad al tratamiento mesmérico era ya extremadamente alta; que un simple movimiento de la mano bastaba para aturdirles o hacerlas dormir; y que además podían ser inducidas a un estado de sonambulismo perfecto, o sueño caminante, en el cual su condición era diferente a la anterior. Si entendí bien sus palabras, eran susceptibles de tres estados: primero, el estado de necedad en el que yo las vi; segundo, el estado de sonambulismo; y tercero, el de racionalidad, en el cual recobraban todos sus antiguos recuerdos y no recordaban nada de lo ocurrido durante sus otros estados.

No obstante, a estas susceptibilidades hay excepciones ocasionales y muy notables, y en todo momento sus grados respectivos de excitabilidad varían. Ambas están a veces tan poco irritables —o la fuerza del agente es tan ineficaz— que no pueden ser sometidas al tratamiento habitual; pero se ha descubierto un método para hacerlas sensibles: consiste en el contacto de oro o plata aplicado sobre la palma de la mano. 

 

Los experimentos secretos que hace con ellas, divulgados

El primer experimento realizado fue algo verdaderamente sorprendente. Había pedido un vaso de agua, que el doctor ordenó a Jane me trajera. Ella acababa de dejar la botella y el vaso sobre una mesa lateral cuando el Dr. Elliotson, desde unos veinte pies de distancia (6,10 metros) y sin que ella lo viera, con un movimiento de su mano abierta la dejó inmóvil en la postura en que se encontraba en ese instante. Pareció quedar petrificada en el lugar, y así permaneció durante un minuto o dos, con la rigidez de una estatua. A los treinta segundos recuperó el movimiento con una especie de escalofrío, corrió hacia atrás gimoteando como si se sintiera ofendida y se sentó en una silla.

La serie de experimentos realizados sobre ella mientras nos miraba fue igualmente llamativa, aunque algunos podrían haber sido el resultado de un ensayo previo. Un movimiento del dedo índice, de dos dedos o de toda la mano tenía cada uno un efecto particular al momento de hacerla dormir. Al pasar toda la mano por el aire frente a ella, como dije antes, la hacía rígida e inmóvil; sus manos se cerraban con tanta fuerza que, por más fuerza que hice, no pude abrírselas.

De aquel estado rígido, con los ojos cerrados, la recuperó el médico manteniendo la punta de sus manos (con ambas palmas juntas) dirigidas hacia su mano; era un proceso que parecía relajar los músculos, como si algo hubiera pasado de sus manos a las de ella, aunque estuvieran separadas por una o dos pulgadas. Un poco de aire soplado por la boca también parecía inmovilizarla, y aparentemente la misma acción la devolvía al estado normal, causando simplemente una alteración de su estado en cualquiera de las direcciones.

El contacto con oro, plata o níquel, o el roce con cualquier objeto, produce un efecto similar al provocarle el sueño. El oro, si antes ha sido sostenido en la mano del operador, tiene un efecto especialmente poderoso; y una ligera pasada de agua con un pequeño pincel, si el agua ha sido antes soplada y ha tenido los dedos de alguien dentro, tiene el efecto más intenso de todos; tanto así que puede llegar a ser peligroso para la paciente en cierta medida. El tacto o la fricción con hierro, en cambio, siempre rompe la rigidez y despierta a la paciente.

Un experimento me pareció digno de descripción detallada. El asistente consiguió un cartón grueso y lo colocó alrededor del cuello y la cara de la chica, de modo que no pudiera ver nada frente a ella. Nos sentamos frente a ella. El doctor frotó la palma de una de sus manos con un trozo de plomo del tamaño de un lápiz. Repitió el experimento varias veces, pero no hubo efecto visible. Finalmente frotó el plomo contra una moneda de oro que tenía en la mano, y luego aplicó el plomo en la palma de la muchacha; al instante su mano se cerró rígida como una tenaza.

El doctor me llevó entonces hasta la puerta y dijo: “Dime cuántas veces debo repetir la fricción solo con el plomo y en qué momento debo tocar el oro”. Le respondí: “Toca el oro en tu mano en la quinta vez”. Regresamos a nuestros asientos y, repitiéndose el experimento, frotó cuatro veces sin efecto; en la quinta, habiendo tocado, según noté, el plomo con el oro, su mano se cerró con la fuerza de un tornillo. Mientras se realizaban estos experimentos, su rostro estaba tan envuelto por el cartón que no vio nada de lo que ocurría; tampoco, estoy seguro, pudo escuchar sonido alguno del frotamiento del plomo sobre el oro; si el operador o su asistente hicieron alguna señal secreta para hacerle cerrar la mano, nada de eso fue perceptible. 

 

Las curiosas posturas en las que se ponen, ¡estando sentadas o de pie, despiertas o dormidas!

En los anteriores y la mayoría de los demás experimentos, se trabajó principalmente con Jane, la hermana menor. Elizabeth, la mayor de las dos —una joven hermosa de tez morena y facciones delicadamente moldeadas, que se había entretenido tocando el piano—, fue ahora sometida a experimentación. Posee un grado de susceptibilidad magnética que permite realizar un experimento de naturaleza particularmente elegante.

Medante ciertos pases de manos y otros métodos, el Dr. Elliotson la indujo al estado sonambúlico. En este estado, permaneció inmóvil en una actitud llena de gracia durante varios minutos, con los ojos abiertos pero mirando al vacío, mientras una sonrisa inocente jugaba en su rostro. El doctor le habló suavemente mientras ella permanecía en esa postura estatuaria (pues, como él explicó, las palabras bruscas le resultaban molestas y desagradables en su condición sonambúlica). Le preguntó cuánto tiempo permanecería así, y ella respondió: "Diez minutos". Aproximadamente en el undécimo minuto, según mi reloj, salió del estado sonambúlico desplomándose en una especie de desmayo o sueño, del cual fue recuperada de inmediato soplando sobre ella. Al despertar, volvió a su estado de alegría infantil.

Mientras se realizaba este experimento con Elizabeth, mis compañeros charlaban con Jane y, como supe después, también experimentaban con ella. Mi amigo médico, con un simple pase de mano cuando ella estaba de espaldas, la sumió de inmediato en un sueño profundo, y habría caído al suelo de no ser por el oportuno apoyo que recibió. Esta extraordinaria susceptibilidad, junto con la aparente ausencia total de engaño, dejó a mis amigos no poco asombrados.

Los experimentos eran tan curiosos y tan inexplicables según las leyes conocidas, que me sentí mentalmente desconcertado. Le dije al Dr. Elliotson que había presenciado algo muy extraordinario, casi mágico, pero que aún no estaba convencido y deseaba ver más. Sin embargo, eso sería difícil, pues planeaba abandonar Londres al día siguiente. El Dr. Elliotson mencionó entonces que tendría una exhibición pública a las tres en punto, y que le agradaría si prolongaba mi estancia un día más para asistir. Acepté su amable propuesta y regresé al día siguiente como habíamos convenido.

En esta ocasión, encontré entre treinta y cuarenta damas y caballeros en la sala, junto al Dr. Elliotson, su asistente y las dos pacientes, como antes. Una vez reunidos los presentes, comenzó una serie de experimentos similares a los que ya había presenciado, junto con otros nuevos. Para no resultar tedioso, describiré brevemente estos últimos.

Jane fue sentada en una silla, junto a la cual había tres pesas de hierro atadas, que sumaban ochenta y seis libras. Se le pidió que las levantara agarrando el anillo de la pesa principal. Al principio, no pudo lograrlo; pero, tras colocar su mano sobre el anillo, el Dr. Elliotson realizó varios pases ascendentes, como si extrajera algo de su mano, y después de cierto número de estos movimientos, su mano levantó efectivamente las ochenta y seis libras (39 kilogramos) del suelo y balanceó las pesas. Una vez liberada, se levantó, y yo, junto con otros, intentamos levantar las pesas, pero ninguno de los que lo intentamos pudo hacerlo estando sentados. Varios caballeros lograron levantarlas de pie.

El hecho de que una joven débil de dieciséis años, con una sola mano y en la peor postura posible para tal esfuerzo, levantara o balanceara un peso de ochenta y seis libras, es en sí mismo extraordinario, y su causa escapa por completo a mi comprensión.

El siguiente procedimiento consistió en devolver a la mencionada joven, Jane, de su estado de imbecilidad a su condición de razón plena. Este fue un experimento desagradable. El doctor presionó firmemente su rostro con sus manos, mientras su asistente hacía lo mismo con la parte posterior de su cabeza. La manera de aplicar las manos era peculiar: se colocaban transversalmente sobre el rostro y la nuca. Se nos explicó que, si se colocaban en sentido vertical, el efecto deseado no se produciría. Solo la punta de la nariz de la paciente quedaba visible y libre para respirar.

Un movimiento descendente de la mano la sumió primero en sueño, y entonces comenzó el proceso de presión, tal como lo he descrito. En un par de ocasiones, pareció estar recuperándose, pero con una aplicación instantánea de la mano en sentido longitudinal, el sueño se prolongó, pues era crucial que no despertara demasiado pronto, ya que de lo contrario su estado irracional no se disiparía. Tras varios minutos de este procedimiento, el doctor declaró que ahora estaba segura de recobrar la conciencia.

Ella exhaló varias respiraciones profundas, los operadores retiraron sus manos, y despertó convertida, al parecer, en una nueva persona. Pareció sorprendida al ver tal multitud de personas, se levantó, hizo una reverencia a las damas y, al ser abordada, habló con modesta timidez. No recordaba nada de lo ocurrido durante su estado anterior; no sabía quién era yo, aunque el día anterior me había reconocido y nombrado; sin embargo, sí reconoció a su hermana por recuerdos anteriores a su condición irracional, pero su hermana no la reconoció a ella.

Tras un breve tiempo, se le permitió salir de la habitación. Más adelante, durante los procedimientos, fue llamada de nuevo y, mediante la presión de los pulgares del doctor sobre sus palmas, regresó a su condición infantil, momento en el cual inmediatamente comenzó a decir y hacer disparates.

 

Conclusión de los experimentos del doctor, que muestra claramente las maravillas del «magnetismo animal» y la influencia de la «ciencia mesmérica»

El lector se preguntará aquí, naturalmente, lo mismo que yo me planteé y que trasladé al Dr. Elliotson: si la paciente puede ser restaurada a la razón a voluntad del operador, ¿por qué no permitirle permanecer en ese estado y así reintegrarla a la sociedad? El doctor respondió explicando que la condición infantil parecía ser un estado mental más adecuado para el fortalecimiento progresivo del organismo, permitiendo así curar esa irritabilidad nerviosa que en un principio producía ataques epilépticos; que mientras permanecía en ese estado infantil, iba ganando salud y fuerza; que, de hecho, ambas jóvenes habían mejorado notablemente en inteligencia desde que estaban bajo su cuidado; y que, finalmente, la irritabilidad nerviosa podría disminuir tanto que cabría intentar una restauración completa y definitiva de la razón con seguridad.

Hasta donde recuerdo, este fue el contenido de las explicaciones del Dr. Elliotson, y entendí su razonamiento lo suficiente como para comprender que, en realidad, era un acto de humanidad mantener a las dos jóvenes, mientras tanto, en esa condición de semiidiotismo en que las vi. Además, supe que el doctor había curado a otros pacientes de epilepsia mediante tratamiento magnético, y que todas las personas eran, en mayor o menor medida, susceptibles de ser influenciadas, aunque en muchos casos se requería un mes de tratamiento (es decir, pasar la mano frente a ellos unos minutos una vez al día durante un mes) antes de que pudieran volverse lo bastante sensibles como para ser sumidos en el sueño magnético.

El Dr. Elliotson procedió entonces a mostrar otro experimento: atraer a la joven Elizabeth hacia él mediante el movimiento de sus manos, aunque estuviera a considerable distancia de ella. Tras colocarla en un sillón y sumirla en sueño, retrocedió lentamente de espaldas, con la mirada fija en ella y las manos juntas y apuntando hacia su dirección. A medida que retrocedía, iba acercando las manos hacia sí, como si arrastrara algo por el aire. Así recorrió el ancho de la habitación y cruzó un vestíbulo hasta otra sala, a una distancia de quizá cincuenta o sesenta pies (15 a 18 metros). Mientras él retrocedía, la joven mostraba convulsiones intermitentes e intentaba incorporarse o inclinarse hacia adelante como si deseara seguir al operador, pero siempre volvía a caer en su postura de reposo. Una vez concluido el experimento, la joven fue devuelta a su estado normal.

Este experimento no causó gran impresión en el auditorio, pues los fenómenos que exhibía podían explicarse fácilmente suponiendo que la joven lo simulaba. El siguiente, que consistía en tocar las palmas de Elizabeth con plomo no aurificado y luego aurificado, fue más sorprendente e inexplicable. Decidido a evitar cualquier complicidad entre operador y paciente, si es que existía, solicité realizar la prueba yo mismo, y como el doctor accedió de buen grado, procedí de inmediato. Todos  estaban expectantes. Imaginen a la joven reclinada en un sillón, con un grueso cartón sujeto alrededor de su cuello que le impedía ver nada excepto el techo; yo estaba sentado frente a ella; el público detrás de mí, en sus asientos; y el doctor, a mi petición, situado fuera de su vista, cerca de la puerta.

En la mano derecha sostenía una barra de plomo, y en la otra una moneda de oro. Le indiqué a la joven que abriera su mano, y luego le froté la palma con el plomo—quizás veinte o treinta pasadas. Le ordené que cerrara el puño, lo cual hizo. Repetí este procedimiento tres veces, haciendo que cerrara y abriera la mano en cada ocasión. Era evidente para todos que el plomo no producía efecto alguno.

Acto seguido, froté el plomo contra la moneda de oro y volví a pasarle la barra por la palma como antes. Al pedirle que cerrara la mano, obedeció. Entonces llegó el momento crucial: cuando le solicité que la abriera, no pudo; su mano permanecía rígida y crispada. Un murmullo de asombro se extendió entre los presentes. Parecía que el contacto del oro con el plomo había producido este fenómeno extraordinario, y resultaba igualmente evidente que no existía complicidad alguna. Estoy convencido de que la joven no vio lo que estaba haciendo. Cómo el plomo "aurificado" pudo tener este efecto (suponiendo que no hubiera engaño), escapa por completo a mi comprensión.

Proseguí entonces con el experimento de pasar agua por los dedos de la paciente. Se llenaron dos copas de vino hasta la mitad con agua común de una jarra, introduciendo en cada una un pincel de pelo de camello. En el agua de una copa, el asistente del doctor sumergió dos dedos y exhaló varias respiraciones, como para impregnarla con algún tipo de influencia. El agua de la otra copa quedó intacta. La joven permanecía sentada en profundo sueño magnético, con el rostro oculto tras el cartón.

Con el agua común, pasé el pincel por el dorso del primer y tercer dedo de su mano izquierda, que descansaba sobre su rodilla, y luego hice lo mismo con el segundo y cuarto dedo usando el agua "magnetizada". Repetí este proceso tres o cuatro veces. Tras un minuto de espera, mientras todos observaban con atención, los dedos tocados con el agua magnetizada se movieron y extendieron hacia afuera, mientras los demás permanecieron inmóviles. Al aplicar el agua magnetizada a ambos pulgares, pronto se movieron de igual manera. La paciente fue entonces despertada mediante el método habitual, aunque con cierta dificultad, pues el agua magnetizada tenía, como dije, un efecto muy potente.

Tanto antes como después de este experimento, sin que Jane lo percibiera, agitaba mi mano detrás de ella, lo que invariablemente la dejaba rígida. Otros caballeros presentes aprovecharon para magnetizarla con pases de mano, siempre con idéntico resultado, pues parece que cualquiera puede ejercer este poder. Sobra decir que este fenómeno secundario causó extrema sorpresa a todos los testigos, quienes admitieron no haber tenido la menor idea de tales efectos previamente.

Hacia el final de la sesión, introdujeron una cacatúa en la habitación, y cuando la joven la acarició con su mano, cayó en el mismo estado de estupor; pues me explicaron que los animales, al igual que los humanos, pueden ser agentes de este misterioso poder.

Antes de marcharme, saqué mi reloj y se lo mostré como quien lo hace ante un niño para captar su atención. Al pedirle que lo besara, quedó instantáneamente paralizada en actitud inclinada—el oro, según se me explicó, había producido este efecto. La recuperé soplando en su rostro. Volvió a quedar inmóvil al tocar la cadena del reloj, pero al besar el cristal posteriormente, no mostró reacción alguna. Al tocar su nuca con la parte dorada del reloj, cayó en estupor; el cristal, como antes, no produjo efecto.

Concluyo aquí el relato de esta extraordinaria exhibición. El lector quizá pregunte cuál es mi opinión al respecto, pero debo confesar mi incapacidad para formularla. Mi sentimiento es de puro asombro. No puedo creer que hubiera engaño, aunque carezco de pruebas que lo descarten. El Dr. Elliotson dio su palabra de honor de que no existía complicidad; y como es hombre de educación y fortuna, ajeno a motivos mezquinos, no puedo imaginar que los fenómenos descritos fueran producto de artificio alguno por su parte. Dejo, no obstante, que el lector juzgue por sí mismo, limitándome a haber descrito lo que sin duda constituye uno de los "espectáculos" más curiosos de Londres.