Estas explicaciones fueron tan claras y sinceras que acepté de inmediato ir a presenciar los experimentos. Se fijó el martes siguiente a las cuatro de la tarde para mi visita, y a esa hora me dirigí a la casa del médico, una elegante mansión en Conduit Street, acompañado por dos caballeros conocidos míos, uno de ellos médico, que jamás había visto experimentos de mesmerismo y en quien esperaba que pusiera especial atención para asegurarse de que no hubiera engaño ni complicidad.
Nos introdujeron en un magnífico conjunto de habitaciones, y al instante aparecieron el doctor, su asistente y sus dos pacientes. Las dos pacientes, como él me había mencionado antes, eran las hermanas Elizabeth y Jane Okey, de dieciocho y dieciséis años respectivamente. Sin embargo, en apariencia parecían mucho más jóvenes, pues eran de baja estatura; y pronto advertí que su comportamiento estaba marcado por una extrema necedad o imbecilidad infantil. Reían, hacían muecas, hablaban un lenguaje entrecortado y sin sentido, y corrían de un lado a otro de la sala como si fueran dos niñas jugando.
A pesar de ello, entendían lo que se les decía y obedecían las órdenes recibidas, por lo que su imbecilidad no era la de unos idiotas completos. El doctor nos explicó que en cierta época habían padecido ataques epilépticos, por los cuales habían sido tratadas en uno de los hospitales de Londres; que él las había curado de aquella enfermedad mediante el mesmerismo, pero que habían quedado en aquel estado infantil en el que ahora las veíamos; que este estado era una forma de existencia peculiar: no recordaban nada, ni siquiera quiénes eran, y tenían que aprender todo de nuevo.
También indicó que su sensibilidad al tratamiento mesmérico era ya extremadamente alta; que un simple movimiento de la mano bastaba para aturdirles o hacerlas dormir; y que además podían ser inducidas a un estado de sonambulismo perfecto, o sueño caminante, en el cual su condición era diferente a la anterior. Si entendí bien sus palabras, eran susceptibles de tres estados: primero, el estado de necedad en el que yo las vi; segundo, el estado de sonambulismo; y tercero, el de racionalidad, en el cual recobraban todos sus antiguos recuerdos y no recordaban nada de lo ocurrido durante sus otros estados.
No obstante, a estas susceptibilidades hay excepciones ocasionales y muy notables, y en todo momento sus grados respectivos de excitabilidad varían. Ambas están a veces tan poco irritables —o la fuerza del agente es tan ineficaz— que no pueden ser sometidas al tratamiento habitual; pero se ha descubierto un método para hacerlas sensibles: consiste en el contacto de oro o plata aplicado sobre la palma de la mano.
El primer experimento realizado fue algo verdaderamente sorprendente. Había pedido un vaso de agua, que el doctor ordenó a Jane me trajera. Ella acababa de dejar la botella y el vaso sobre una mesa lateral cuando el Dr. Elliotson, desde unos veinte pies de distancia (6,10 metros) y sin que ella lo viera, con un movimiento de su mano abierta la dejó inmóvil en la postura en que se encontraba en ese instante. Pareció quedar petrificada en el lugar, y así permaneció durante un minuto o dos, con la rigidez de una estatua. A los treinta segundos recuperó el movimiento con una especie de escalofrío, corrió hacia atrás gimoteando como si se sintiera ofendida y se sentó en una silla.
La serie de experimentos realizados sobre ella mientras nos miraba fue igualmente llamativa, aunque algunos podrían haber sido el resultado de un ensayo previo. Un movimiento del dedo índice, de dos dedos o de toda la mano tenía cada uno un efecto particular al momento de hacerla dormir. Al pasar toda la mano por el aire frente a ella, como dije antes, la hacía rígida e inmóvil; sus manos se cerraban con tanta fuerza que, por más fuerza que hice, no pude abrírselas.
De aquel estado rígido, con los ojos cerrados, la recuperó el médico manteniendo la punta de sus manos (con ambas palmas juntas) dirigidas hacia su mano; era un proceso que parecía relajar los músculos, como si algo hubiera pasado de sus manos a las de ella, aunque estuvieran separadas por una o dos pulgadas. Un poco de aire soplado por la boca también parecía inmovilizarla, y aparentemente la misma acción la devolvía al estado normal, causando simplemente una alteración de su estado en cualquiera de las direcciones.
El contacto con oro, plata o níquel, o el roce con cualquier objeto, produce un efecto similar al provocarle el sueño. El oro, si antes ha sido sostenido en la mano del operador, tiene un efecto especialmente poderoso; y una ligera pasada de agua con un pequeño pincel, si el agua ha sido antes soplada y ha tenido los dedos de alguien dentro, tiene el efecto más intenso de todos; tanto así que puede llegar a ser peligroso para la paciente en cierta medida. El tacto o la fricción con hierro, en cambio, siempre rompe la rigidez y despierta a la paciente.
Un experimento me pareció digno de descripción detallada. El asistente consiguió un cartón grueso y lo colocó alrededor del cuello y la cara de la chica, de modo que no pudiera ver nada frente a ella. Nos sentamos frente a ella. El doctor frotó la palma de una de sus manos con un trozo de plomo del tamaño de un lápiz. Repitió el experimento varias veces, pero no hubo efecto visible. Finalmente frotó el plomo contra una moneda de oro que tenía en la mano, y luego aplicó el plomo en la palma de la muchacha; al instante su mano se cerró rígida como una tenaza.
El doctor me llevó entonces hasta la puerta y dijo: “Dime cuántas veces debo repetir la fricción solo con el plomo y en qué momento debo tocar el oro”. Le respondí: “Toca el oro en tu mano en la quinta vez”. Regresamos a nuestros asientos y, repitiéndose el experimento, frotó cuatro veces sin efecto; en la quinta, habiendo tocado, según noté, el plomo con el oro, su mano se cerró con la fuerza de un tornillo. Mientras se realizaban estos experimentos, su rostro estaba tan envuelto por el cartón que no vio nada de lo que ocurría; tampoco, estoy seguro, pudo escuchar sonido alguno del frotamiento del plomo sobre el oro; si el operador o su asistente hicieron alguna señal secreta para hacerle cerrar la mano, nada de eso fue perceptible.
Las curiosas posturas en las que se ponen, ¡estando sentadas o de pie, despiertas o dormidas!
En los anteriores y la mayoría de los demás
experimentos, se trabajó principalmente con Jane, la hermana menor.
Elizabeth, la mayor de las dos —una joven hermosa de tez morena y
facciones delicadamente moldeadas, que se había entretenido tocando el
piano—, fue ahora sometida a experimentación. Posee un grado de
susceptibilidad magnética que permite realizar un experimento de
naturaleza particularmente elegante.
Medante
ciertos pases de manos y otros métodos, el Dr. Elliotson la indujo al
estado sonambúlico. En este estado, permaneció inmóvil en una actitud
llena de gracia durante varios minutos, con los ojos abiertos pero
mirando al vacío, mientras una sonrisa inocente jugaba en su rostro. El
doctor le habló suavemente mientras ella permanecía en esa postura
estatuaria (pues, como él explicó, las palabras bruscas le resultaban
molestas y desagradables en su condición sonambúlica). Le preguntó
cuánto tiempo permanecería así, y ella respondió: "Diez minutos".
Aproximadamente en el undécimo minuto, según mi reloj, salió del estado
sonambúlico desplomándose en una especie de desmayo o sueño, del cual
fue recuperada de inmediato soplando sobre ella. Al despertar, volvió a
su estado de alegría infantil.
Mientras
se realizaba este experimento con Elizabeth, mis compañeros charlaban
con Jane y, como supe después, también experimentaban con ella. Mi amigo
médico, con un simple pase de mano cuando ella estaba de espaldas, la
sumió de inmediato en un sueño profundo, y habría caído al suelo de no
ser por el oportuno apoyo que recibió. Esta extraordinaria
susceptibilidad, junto con la aparente ausencia total de engaño, dejó a
mis amigos no poco asombrados.
Los
experimentos eran tan curiosos y tan inexplicables según las leyes
conocidas, que me sentí mentalmente desconcertado. Le dije al Dr.
Elliotson que había presenciado algo muy extraordinario, casi mágico,
pero que aún no estaba convencido y deseaba ver más. Sin embargo, eso
sería difícil, pues planeaba abandonar Londres al día siguiente. El Dr.
Elliotson mencionó entonces que tendría una exhibición pública a las
tres en punto, y que le agradaría si prolongaba mi estancia un día más
para asistir. Acepté su amable propuesta y regresé al día siguiente como
habíamos convenido.
En esta ocasión,
encontré entre treinta y cuarenta damas y caballeros en la sala, junto
al Dr. Elliotson, su asistente y las dos pacientes, como antes. Una vez
reunidos los presentes, comenzó una serie de experimentos similares a
los que ya había presenciado, junto con otros nuevos. Para no resultar
tedioso, describiré brevemente estos últimos.
Jane
fue sentada en una silla, junto a la cual había tres pesas de hierro
atadas, que sumaban ochenta y seis libras. Se le pidió que las levantara
agarrando el anillo de la pesa principal. Al principio, no pudo
lograrlo; pero, tras colocar su mano sobre el anillo, el Dr. Elliotson
realizó varios pases ascendentes, como si extrajera algo de su mano, y
después de cierto número de estos movimientos, su mano levantó
efectivamente las ochenta y seis libras (39 kilogramos) del suelo y balanceó las pesas.
Una vez liberada, se levantó, y yo, junto con otros, intentamos levantar
las pesas, pero ninguno de los que lo intentamos pudo hacerlo estando
sentados. Varios caballeros lograron levantarlas de pie.
El
hecho de que una joven débil de dieciséis años, con una sola mano y en
la peor postura posible para tal esfuerzo, levantara o balanceara un
peso de ochenta y seis libras, es en sí mismo extraordinario, y su causa
escapa por completo a mi comprensión.
El siguiente procedimiento consistió en
devolver a la mencionada joven, Jane, de su estado de imbecilidad a su
condición de razón plena. Este fue un experimento desagradable. El
doctor presionó firmemente su rostro con sus manos, mientras su
asistente hacía lo mismo con la parte posterior de su cabeza. La manera
de aplicar las manos era peculiar: se colocaban transversalmente sobre
el rostro y la nuca. Se nos explicó que, si se colocaban en sentido
vertical, el efecto deseado no se produciría. Solo la punta de la nariz
de la paciente quedaba visible y libre para respirar.
Un
movimiento descendente de la mano la sumió primero en sueño, y entonces
comenzó el proceso de presión, tal como lo he descrito. En un par de
ocasiones, pareció estar recuperándose, pero con una aplicación
instantánea de la mano en sentido longitudinal, el sueño se prolongó,
pues era crucial que no despertara demasiado pronto, ya que de lo
contrario su estado irracional no se disiparía. Tras varios minutos de
este procedimiento, el doctor declaró que ahora estaba segura de
recobrar la conciencia.
Ella exhaló
varias respiraciones profundas, los operadores retiraron sus manos, y
despertó convertida, al parecer, en una nueva persona. Pareció
sorprendida al ver tal multitud de personas, se levantó, hizo una
reverencia a las damas y, al ser abordada, habló con modesta timidez. No
recordaba nada de lo ocurrido durante su estado anterior; no sabía
quién era yo, aunque el día anterior me había reconocido y nombrado; sin
embargo, sí reconoció a su hermana por recuerdos anteriores a su
condición irracional, pero su hermana no la reconoció a ella.
Tras
un breve tiempo, se le permitió salir de la habitación. Más adelante,
durante los procedimientos, fue llamada de nuevo y, mediante la presión
de los pulgares del doctor sobre sus palmas, regresó a su condición
infantil, momento en el cual inmediatamente comenzó a decir y hacer
disparates.
Conclusión de los experimentos del doctor, que
muestra claramente las maravillas del «magnetismo animal» y la
influencia de la «ciencia mesmérica»
El lector se preguntará aquí,
naturalmente, lo mismo que yo me planteé y que trasladé al Dr.
Elliotson: si la paciente puede ser restaurada a la razón a voluntad del
operador, ¿por qué no permitirle permanecer en ese estado y así
reintegrarla a la sociedad? El doctor respondió explicando que la
condición infantil parecía ser un estado mental más adecuado para el
fortalecimiento progresivo del organismo, permitiendo así curar esa
irritabilidad nerviosa que en un principio producía ataques epilépticos;
que mientras permanecía en ese estado infantil, iba ganando salud y
fuerza; que, de hecho, ambas jóvenes habían mejorado notablemente en
inteligencia desde que estaban bajo su cuidado; y que, finalmente, la
irritabilidad nerviosa podría disminuir tanto que cabría intentar una
restauración completa y definitiva de la razón con seguridad.
Hasta
donde recuerdo, este fue el contenido de las explicaciones del Dr.
Elliotson, y entendí su razonamiento lo suficiente como para comprender
que, en realidad, era un acto de humanidad mantener a las dos jóvenes,
mientras tanto, en esa condición de semiidiotismo en que las vi. Además,
supe que el doctor había curado a otros pacientes de epilepsia mediante
tratamiento magnético, y que todas las personas eran, en mayor o menor
medida, susceptibles de ser influenciadas, aunque en muchos casos se
requería un mes de tratamiento (es decir, pasar la mano frente a ellos
unos minutos una vez al día durante un mes) antes de que pudieran
volverse lo bastante sensibles como para ser sumidos en el sueño
magnético.
El Dr. Elliotson procedió
entonces a mostrar otro experimento: atraer a la joven Elizabeth hacia
él mediante el movimiento de sus manos, aunque estuviera a considerable
distancia de ella. Tras colocarla en un sillón y sumirla en sueño,
retrocedió lentamente de espaldas, con la mirada fija en ella y las
manos juntas y apuntando hacia su dirección. A medida que retrocedía,
iba acercando las manos hacia sí, como si arrastrara algo por el aire.
Así recorrió el ancho de la habitación y cruzó un vestíbulo hasta otra
sala, a una distancia de quizá cincuenta o sesenta pies (15 a 18 metros). Mientras él
retrocedía, la joven mostraba convulsiones intermitentes e intentaba
incorporarse o inclinarse hacia adelante como si deseara seguir al
operador, pero siempre volvía a caer en su postura de reposo. Una vez
concluido el experimento, la joven fue devuelta a su estado normal.
Este
experimento no causó gran impresión en el auditorio, pues los fenómenos
que exhibía podían explicarse fácilmente suponiendo que la joven lo
simulaba. El siguiente, que consistía en tocar las palmas de Elizabeth
con plomo no aurificado y luego aurificado, fue más sorprendente e
inexplicable. Decidido a evitar cualquier complicidad entre operador y
paciente, si es que existía, solicité realizar la prueba yo mismo, y
como el doctor accedió de buen grado, procedí de inmediato. Todos estaban
expectantes. Imaginen a la joven reclinada en un sillón, con un grueso
cartón sujeto alrededor de su cuello que le impedía ver nada excepto el
techo; yo estaba sentado frente a ella; el público detrás de mí, en sus
asientos; y el doctor, a mi petición, situado fuera de su vista, cerca
de la puerta.
En la mano derecha sostenía una barra
de plomo, y en la otra una moneda de oro. Le indiqué a la joven que
abriera su mano, y luego le froté la palma con el plomo—quizás veinte o
treinta pasadas. Le ordené que cerrara el puño, lo cual hizo. Repetí
este procedimiento tres veces, haciendo que cerrara y abriera la mano en
cada ocasión. Era evidente para todos que el plomo no producía efecto
alguno.
Acto seguido, froté el plomo
contra la moneda de oro y volví a pasarle la barra por la palma como
antes. Al pedirle que cerrara la mano, obedeció. Entonces llegó el
momento crucial: cuando le solicité que la abriera, no pudo; su mano
permanecía rígida y crispada. Un murmullo de asombro se extendió entre
los presentes. Parecía que el contacto del oro con el plomo había
producido este fenómeno extraordinario, y resultaba igualmente evidente
que no existía complicidad alguna. Estoy convencido de que la joven no
vio lo que estaba haciendo. Cómo el plomo "aurificado" pudo tener este
efecto (suponiendo que no hubiera engaño), escapa por completo a mi
comprensión.
Proseguí entonces con
el experimento de pasar agua por los dedos de la paciente. Se llenaron
dos copas de vino hasta la mitad con agua común de una jarra,
introduciendo en cada una un pincel de pelo de camello. En el agua de
una copa, el asistente del doctor sumergió dos dedos y exhaló varias
respiraciones, como para impregnarla con algún tipo de influencia. El
agua de la otra copa quedó intacta. La joven permanecía sentada en
profundo sueño magnético, con el rostro oculto tras el cartón.
Con
el agua común, pasé el pincel por el dorso del primer y tercer dedo de
su mano izquierda, que descansaba sobre su rodilla, y luego hice lo
mismo con el segundo y cuarto dedo usando el agua "magnetizada". Repetí
este proceso tres o cuatro veces. Tras un minuto de espera, mientras
todos observaban con atención, los dedos tocados con el agua magnetizada
se movieron y extendieron hacia afuera, mientras los demás
permanecieron inmóviles. Al aplicar el agua magnetizada a ambos
pulgares, pronto se movieron de igual manera. La paciente fue entonces
despertada mediante el método habitual, aunque con cierta dificultad,
pues el agua magnetizada tenía, como dije, un efecto muy potente.
Tanto
antes como después de este experimento, sin que Jane lo percibiera,
agitaba mi mano detrás de ella, lo que invariablemente la dejaba rígida.
Otros caballeros presentes aprovecharon para magnetizarla con pases de
mano, siempre con idéntico resultado, pues parece que cualquiera puede
ejercer este poder. Sobra decir que este fenómeno secundario causó
extrema sorpresa a todos los testigos, quienes admitieron no haber
tenido la menor idea de tales efectos previamente.
Hacia
el final de la sesión, introdujeron una cacatúa en la habitación, y
cuando la joven la acarició con su mano, cayó en el mismo estado de
estupor; pues me explicaron que los animales, al igual que los humanos,
pueden ser agentes de este misterioso poder.
Antes
de marcharme, saqué mi reloj y se lo mostré como quien lo hace ante un
niño para captar su atención. Al pedirle que lo besara, quedó
instantáneamente paralizada en actitud inclinada—el oro, según se me
explicó, había producido este efecto. La recuperé soplando en su rostro.
Volvió a quedar inmóvil al tocar la cadena del reloj, pero al besar el
cristal posteriormente, no mostró reacción alguna. Al tocar su nuca con
la parte dorada del reloj, cayó en estupor; el cristal, como antes, no
produjo efecto.
Concluyo aquí el
relato de esta extraordinaria exhibición. El lector quizá pregunte cuál
es mi opinión al respecto, pero debo confesar mi incapacidad para
formularla. Mi sentimiento es de puro asombro. No puedo creer
que hubiera engaño, aunque carezco de pruebas que lo descarten. El Dr.
Elliotson dio su palabra de honor de que no existía complicidad; y como
es hombre de educación y fortuna, ajeno a motivos mezquinos, no puedo
imaginar que los fenómenos descritos fueran producto de artificio alguno
por su parte. Dejo, no obstante, que el lector juzgue por sí mismo,
limitándome a haber descrito lo que sin duda constituye uno de los
"espectáculos" más curiosos de Londres.