La Droguería II
por Arturo Belda
Dos semanas después de la desaparición de doña Fernanda, estaban Elenita y Fernando lidiando con los empleados del mostrador. Eran viejos empleados que sabían perfectamente bien lo que tenían que hacer, pero les faltaba dirección, evidentemente se notaba la falta de la finada.
Había llegado de mi trabajo y noté que había un ambiente de tensión. Elenita sollozaba mientras hablaba con el hermano. Querían citar al contador para consultar con él. Estaban con falta de efectivo para el movimiento normal de caja y lo que tenían en la caja fuerte ya se había gastado.
Me senté con ellos dos solos en la oficina, esperé que se hubieran ido los empleados. Sucedía que había dinero en los bancos, pero no había firma para sacarlo. Era imperiosa la sucesión para que el banco tuviera a quien entregarlo. La sucesión no había sido iniciada y ya habían pasado quince días. El estancamiento financiero del negocio era un desastre. Esa misma noche llamé al abogado amigo de la familia y le pedí que a la mañana siguiente nos diera una cita urgente para iniciar los trámites. Hubo que movilizar todo el papelerío, por suerte en la caja fuerte estaba toda la documentación necesaria. Al otro día, con una nota del abogado nos fuimos a uno de los bancos con el que había más movimiento. Pedí hablar con el gerente. Cuando vi que andaba con vueltas le dije que se dejara de perder el tiempo, no íbamos a esperar el plazo para la convocatoria de herederos, necesitábamos el dinero ahora y no había otros deudos que reclamaran la herencia. Si se mostraba reticente, buscaríamos otra solución y también otro banco. Finalmente se llegó a un acuerdo, sacamos otra cuenta corriente a orden conjunta de los dos hermanos y provisoriamente transferiría una parte del depósito a la nueva cuenta.
Había varias propiedades que estaban alquiladas. Los inquilinos, aunque eran buenos inquilinos, se hacían los distraídos para pagar el alquiler. Los visité junto con los chicos y llevé directamente los recibos, que se los firmé yo mismo y aceptaron sin discutir.
Todos los cheques que entraban por mostrador iban a la nueva cuenta, se suspendieron los pagos en efectivo. Yo fui a hablar con La Química, que era el proveedor más grande, arreglamos diferir todos los vencimientos para darnos un respiro. Los proveedores chicos, a quienes ordinariamente se pagaba en efectivo, cobraron a partir de ahora con cheque diferido. En el término de solo diez días la situación financiera empezó a cambiar. Había varios certificados de plazo fijo que sumaban cifras considerables. Tuve que pelear mucho con los estúpidos gerentes de banco para ir cobrando los que ya vencían. Como nadie me decía nada, dispuse que no renovaríamos jamás ningún plazo fijo. Todo el efectivo sobrante se invertiría en mercadería.
Desde ya que abandoné completamente mis trabajos, los problemas de la droguería me absorbían todo el tiempo. Mi tío se arreglaba como podía para atender los trabajos de albañilería que se iban presentando. Nunca me llamó para reclamar mi presencia, él sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijera, cómo era la situación.
Sobre la misma avenida, separada por otras dos propiedades vecinas, había una casa vieja, también propiedad, que se usaba como depósito. Allí se descargaban los bultos grandes, los tambores y la mercadería a granel. Me tomé el tiempo de revisarla atentamente, nunca había entrado. Le llamaban el depósito. Era una picardía que una propiedad con tan buena ubicación para fines comerciales se mantuviera exclusivamente para depósito.
Había varios miembros de la familia que extrañaban mucho a la finada suegrita, uno de ellos era el pícaro primito. Se acercó varias veces al negocio y a la casa. Parece ser que tenía la pretensión de obtener un empleo en la firma. Si ya la vieja no lo había favorecido con un empleo (por algo sería, ya que ella en los negocios sabía con quien se metía) podía esperar sentado si esperaba algo de mí. Él se arrimaba a los primos, aunque ya se iba dando cuenta de que yo iba a ser un filtro difícil de pasar.
Tenían un contador que hacía los balances anuales, llevaba la carpeta impositiva y el tema de aportes laborales. En definitiva era como la mayor parte del gremio, un imbécil. Yo contraté un muchacho joven, perito mercantil, que tenía dos dedos de frente y además estaba acostumbrado a cocinar, porque trabajaba en un estudio contable en que eran unos linces. Fernando todavía tenía para rato hasta que se recibiera de contador, le exigí que se aplicara con ahínco a su carrera, pero lo puse todas las tardes una o dos horas al lado de este muchacho nuevo que sí sabía muchas cosas y era verdaderamente despierto. A Elenita le insistí en que ella tenía, por lo menos, que ocuparse de la administración de la casa y no estaba de más que también hiciera algo. El lema era, aquí todos tenemos que trabajar. Había desde la administración de la finada, asignaciones personales para los dos hermanos, para el tío y para gastos de la casa y personal doméstico. Esos cheques los firmaba doña Fernanda. Ahora los firmaban los hermanos, pero los llenaba yo y guardaba las libretas en la caja fuerte a la cual yo solo tenía acceso. En una palabra, la canilla de la plata estaba únicamente de mi mano.
Paulatinamente todo se fue organizando alrededor de mi persona, me transformé, casi sin darme cuenta, en un gerente virtual. Desde ya que abandoné completamente mi vieja actividad, la administración del negocio me absorbía completamente. Ya finalizada la sucesión, los herederos tuvieron en su mano el poder de hacer lo que quisieran. Pensé que en algún momento tomarían alguna iniciativa o al menos opinarían con respecto a cierta decisión. No fue así. Nunca decidieron nada por sus propios medios, ellos esperaban que todo lo resolviera yo. Al principio, cada decisión que yo tomaba, la consultaba con ellos, que me miraban como recién despertados y no sabían hacer otra cosa que decir que sí.
No necesité mucho tiempo para interiorizarme de cómo era el negocio de la droguería, antes del año yo era un experto droguero. Una de mis primeras decisiones fue construir en el fondo libre de la casa que se usaba como depósito. Mandé hacer un galpón bien alto, levantar las medianeras y encargué estanterías metálicas muy reforzadas, hasta la altura a que llegaba el cargador. En esa forma pudo quedar libre el local y las habitaciones subsiguientes. El espacio disponible fue tan grande que no lo acabábamos de llenar a pesar de todas las compras que yo hacía. Nunca había tenido la droguería un stock tan grande. Esto fue muy bueno porque se desató en un momento uno de esos inesperados golpes inflacionarios que dejan medio muertos a muchos empresarios. A nosotros nos salvó el stock.
Conversé más de una vez con una clienta que consumía drogas que se emplean en perfumería. Era una mujer inteligente y muy atractiva, sabía mucho del ramo, pero carecía de medios para desarrollarse. Se me ocurrió que podría asociarla a la droguería, por supuesto no en plan de igualdad, para emprender junto a ella la explotación de ese mercado accesorio. Nosotros teníamos los medios y el local. El local ya estaba vacío, era el famoso depósito. Encargué el diseño de un local a todo lujo. Un arquitecto amigo, a quien yo hacía a veces las instalaciones eléctricas, me hizo un proyecto formidable. Todo vidrio, mármol, acero inoxidable y luz, mucha luz. Quedó un pasillo para el fondo con el ancho indispensable para que circulara el Clarck.
El éxito de La Perfumería superó largamente mis expectativas. Al poco tiempo el amplio galpón del fondo resultó insuficiente. Tuve que alquilar uno, que finalmente compré, mucho más grande. Esto ya no fue en capital sino en la provincia, pero muy bien comunicado por autopista.
La droguería cambió totalmente, fuimos proveedores del Estado y ganábamos casi todas las licitaciones que nos interesaban.
Tuvimos dos hijos, un varón y una nena, tres años menor. Yo tuve una relación bastante distante con mis hijos. Mis ocupaciones eran tantas y tan diversas que no me quedaba casi tiempo para ocuparme de la familia. Tal vez esto no sea del todo cierto, porque en realidad, lo que sucede es que a mis hijos los siento lejanos, distintos. Ellos son como Elena, como Fernando, tímidos, retraídos. Uno nunca sabe en qué están pensando, si es que piensan en algo.
Recuerdo cuando pasaba por la puerta de La Droguería y Elenita era una nena, ¡qué bonita era! Fue hermosa cuando ya era una señorita y ahora que es todo una mujer, es sencillamente hermosísima.
Nunca supe por qué razón, el tío de Elena no tenía parte en la herencia de doña Fernanda. Aparentemente él no era dueño de nada, sin embargo se movía dentro de la casa como un virtual propietario. Era un hombre de pocas palabras, aunque las pocas veces que conversé algo con él, mostró ser una persona sensible y muy culta. Siempre estaba para dormir y para las cuatro comidas del día, eso sí: con un cronometrismo riguroso. El resto del tiempo no paraba en casa, a dónde iba, siempre fue un misterio. Verdaderamente lo sentí cuando falleció, todavía no era tan viejo y no tenía, aparentemente, ninguna enfermedad.
Cuando Fernando se recibió le sugerí que fuera el presidente de la sociedad anónima que constituimos. Yo seguí siendo el gerente. Integramos el directorio con Elena, la socia de la perfumería, la antigua empleada de la droguería y los demás eran de palo. Más del noventa por ciento de las acciones quedaron en la caja fuerte.
Fernando nunca alcanzó a madurar como empresario, todo lo que tenía que hacer me lo consultaba a mí, o si no al perito mercantil que teníamos como administrador contable, porque ese sí que era una luz. Fernando era varios años mayor que la hermana, tenía casi mi misma edad, pero actuaba para todo como si fuera mi hijo. Me consultaba hasta sus problemas sentimentales. Así me enteré que se estaba enamorando de la linda señora socia de la perfumería, pero que no se atrevía a mostrarle su pasión. Esto fue una señal de alerta. Si Fernando se llegaba a casar con ella constituiría una fórmula explosiva. A esta señora yo la conocía muy bien, demasiado bien, era simpática, muy inteligente, audaz y no sé hasta qué punto tendría escrúpulos. Si ella fuera dueña de las decisiones de Fernando podría manejarlo perfectamente y pasarme por arriba.
Cuando murió mi tío me causó un profundo dolor. Estaba lo más bien aunque ya era bastante mayor, se acostó a dormir y no se levantó. En los últimos años siguió trabajando como siempre en la construcción. Cuando tenía tiempo ocioso entre una obra y otra, se ocupaba de continuar el departamento que había iniciado yo. Terminó haciendo una hermosa casa de dos plantas. Al fondo guardaba los andamios y otros enseres. Todavía no inicié la sucesión y yo soy el único heredero. Tengo que ocuparme de alquilar la casa para evitar el peligro de que la ocupen. Me traje conmigo el perro de mi tío, porque el mío había muerto hacía poco, por su manía de escaparse a la calle y cruzar corriendo la avenida.
Parece mentira, yo acá soy el que maneja hasta los menores detalles de una millonaria empresa, yo podría (y sé cómo hacerlo) vaciarla a mi favor y quedarme con todo. Sin embargo sé que eso jamás lo haré, en realidad no soy dueño de absolutamente nada. Ni siquiera cobro los sueldos que tengo asignados como gerente, no los necesito, tengo acceso a todo el dinero de la compañía, aunque formalmente nada sea mío. Lo único mío es la casa que me dejó mi tío en Villa Lugano.
Míos son mis hijos y Elena. ¿Es mía? Nunca estuve seguro. Lo que sí creo cierto es que tampoco sea de nadie más. Ella fue propiedad exclusiva de su mamá, al faltar la mamá, yo la reemplacé. La reemplacé en todos los ámbitos y hasta creo que la superé en muchos términos. ¿Fue ese mi propósito? Estoy seguro que no. Reemplazarla fue una tarea a la que me vi abocado por imperio de las circunstancias. No tuve más remedio, alguien lo tenía que hacer. Lo inicié como tarea temporaria, circunstancial y la bola de nieve que formé me envolvió. Ahora La Droguería, “mi droguería”, es la más grande o la más importante del país. Importamos de todo el mundo y exportamos a países vecinos. Esta es una empresa que yo creé. Antes no era así, no era ni la sombra de lo que es hoy.
Elenita, yo siempre la llamo Elenita, porque sigue siendo siempre la misma hermosa niña de La Droguería. Esa niña difícil a quien la familia no me la quería dar. Esa mujer que ya siendo mi mujer y habiendo sido madre y pasado los años, sigue siendo en cierto modo esquiva. Ella nunca se negó a nada, aunque creo que si niega algo, se lo niega a sí misma. En nuestra casa nunca hay peleas, nunca hay gritos, todo es perfectamente normal. En nuestra cama nunca hay celos ni recelos, no hay reyertas, todo es normal, pero tampoco hay reconciliaciones. En nuestra cama no hay risas ni cosquillas, no se juega, todo es en serio. La imagen del Cristo que pende sobre nuestra cama se me antoja que es el retrato omnipresente de la finada doña Fernanda.
El grado de intimidad que alcancé con la socia de la perfumería, ella se ocupa de remarcarlo cada vez que puede en presencia de otras mujeres, como si las mujeres no fueran de por sí rápidas para advertir estas cosas. Todas, menos Elenita. No tengo temor de que esta situación pueda derivar en un escándalo mayúsculo, la socia no es tonta y en ningún momento arriesgaría un sólido negocio. Diría que hasta me molesta esta tranquilidad en mi relación matrimonial. ¿Cómo puede ser que Elena no se dé cuenta de lo que pasa con la socia?
Todo cambió mucho en La Droguería en estos últimos años, pero yo sigo utilizando la pequeña oficina que usaba la finada. Sobre una de las paredes hay un retrato del viejo fundador, don Fernando, padre de la finada y abuelo de los chicos, con su mirada severa y autoritaria. Al lado hice colocar con un marco igual, la fotografía de doña Fernanda, elegí para ello una de sus muchas fotografías en que luce mejor. Queda lugar para otro cuadro igual. Mucho pienso si no estaré yo allí en algún momento. Cuando todo el personal se retira, se apagan las luces y se bajan las persianas, me gusta quedarme solo en esa oficinita. Solo con mis recuerdos. No me cabe duda de que yo reemplacé a la muerta. Yo no quería ni nunca quise su empresa, lo único que yo quise siempre fue a su hija, pero ese reemplazo no me dio sobre ella el poder que tuvo la madre. Y cuando digo el poder que tuvo me da una sensación de vértigo. Cada día estoy más convencido de que ese poder lo sigue teniendo, ahora más que nunca. No sé si dentro de ella yo sigo siendo el petiso, el enanito de jardín. ¿Por qué me cuesta tanto acceder a su intimidad? Siempre tan distante, cordial pero distante. No ofrece ningún motivo de queja, ni uno solo, pero siento que no es mía. Percibo que está siempre el fantasma latente de la vieja influyendo sobre ella. Mientras todos me manifiestan admiración y respeto, y en algunos casos hasta evidente temor, ella se muestra inconmovible.
He llegado a la triste conclusión de que estoy pagando un alto precio. Gasté mis energías, gasté buena parte de mi juventud, gasté nada menos que mi suerte. Porque hay que ver que tuve suerte al no dejar las huellas digitales en el frasco. ¿Qué hubiera pasado si las dejara? ¿Cómo las iba a explicar? Recién ahora estaría saliendo de la cárcel, eso si hubiera observado muy buena conducta. Estaría sin un peso, sin trabajo, sin familia, envejecido y arruinado. Lo peor de todo es que estaría sin Elena. Ya muy cansado para empezar de nuevo. Pero…sería yo mismo. Viviría en la casita de Av. Cruz, haría instalaciones eléctricas y albañilería. En lugar de manejar un Mercedes nuevo, andaría en mi viejo y fuerte Baqueano, cargando los caños, los rollos de cables y las bolsas de cemento. Tendría una mujer con quien cada tanto me agarraría de los pelos y luego nos reconciliaríamos en la cama. Mis hijos serían distintos, serían atrevidos y traviesos, tendrían la cara sucia y el pantalón roto de jugar en la calle. En toda la casa se oirían gritos de la madre, pero también risas y la alegría de vivir reinaría por todos los rincones.
¿Qué pasa ahora? Ah, me llama la mucama, es la hora de cenar. Cierro todo y voy para arriba.
Arturo 2/2010