2.7.25

John Robison y el nacimiento de la conspiración de los Illuminati

Ilustración de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789 pintada por Jean-Jacques-François Le Barbier en 1789. Su representación incluye el “ojo de la providencia” y también el gorro frigio rojo, dos símbolos asociados con la masonería. 

El siguiente artículo fue publicado en The Public Domain Review. La versión original en inglés está en éste enlace 

 

Una nueva era de oscuridad gobernada por manos ocultas: John Robison y el nacimiento de la conspiración de los Illuminati

Por Mike Jay 

 Las teorías conspirativas sobre una élite poderosa y secreta que busca la dominación global han ocupado un lugar en la imaginación moderna durante mucho tiempo. Mike Jay explora el origen de esta idea en los escritos de John Robison, un científico escocés que sostenía que la revolución francesa era obra de una célula masónica oculta conocida como los Illuminati.

 

A comienzos de 1797, John Robison era un hombre con una reputación sólida y largamente establecida en el ámbito científico británico. Había sido profesor de Filosofía Natural en la Universidad de Edimburgo durante más de veinte años, era una autoridad en matemáticas y óptica; recientemente había sido nombrado colaborador científico principal en la tercera edición de la Encyclopaedia Britannica, a la cual contribuiría con más de mil páginas de artículos. Sin embargo, al finalizar el año su reputación profesional quedó eclipsada por un libro sensacional que superó ampliamente en ventas cualquier cosa que hubiera escrito antes, y cuyas ondas de choque continuarían resonando mucho después de que su trabajo científico fuera olvidado. Su título fue "Pruebas de una conspiración contra todas las religiones y gobiernos de Europa llevada a cabo en las reuniones secretas de los Francmasones, los Illuminati y los círculos intelectuales, recopilados de fuentes autorizadas",y lanzó ante el público anglófono la teoría duradera de que una vasta conspiración, dirigida por una célula masónica oculta conocida como los Illuminati, estaba subvirtiendo todas las instituciones respetadas del mundo civilizado para convertirlas en instrumentos de su plan secreto y ateo: la tiranía de las masas bajo el control invisible de superiores desconocidos, y una nueva era de "completa oscuridad " .

La primera edición de Pruebas de una conspiración se agotó en cuestión de días, y al cabo de un año había sido reimpresa múltiples veces, no solo en Edimburgo, sino también en Londres, Dublín y Nueva York. Robison había dado justo en el clavo al ofrecer una respuesta a las grandes preguntas de su tiempo: ¿qué había provocado la Revolución Francesa, y qué había impulsado su avance sangriento y caótico? Desde Edimburgo, había seguido con horror, junto con cientos de miles de personas, los informes sobre cómo Francia desmantelaba su propia monarquía, privaba a la Iglesia de su poder y transformaba a una población oprimida y maltratada en la fuerza militar más implacable que Europa hubiera conocido jamás; y ahora, bajo el ascenso del joven general Napoleón Bonaparte, intentaba extender esa carnicería y destrucción hacia las monarquías vecinas, especialmente contra Gran Bretaña. Pero Robison estaba convencido de que él solo había descubierto la mano oculta responsable de aquella aparente erupción absurda de terror y guerra que parecía estar devorando al mundo entero.

   La Liberté ou la Mort (1795) de Jean-Baptiste Regnault. Obsérvese el gorro frigio rojo, símbolo de la Revolución Francesa también asociado por algunos con la masonería. 

Muchos habían ubicado los orígenes de la revolución en las ideas de figuras ilustradas como Voltaire, Diderot y Condorcet, quienes habían exaltado la razón y el progreso sobre la autoridad y la tradición; pero ninguno de estos filósofos mayoritariamente aristócratas había promovido una revolución de las masas, y varios simpatizantes terminaron sus vidas en la guillotina. A principios de la década de 1790 era posible creer que los abogados y periodistas ambiciosos del Club Jacobino habían incitado a la multitud parisina a su frenesí destructivo por sus propios intereses, pero para 1794 Danton, Robespierre y el resto de los líderes jacobinos habían seguido a sus víctimas hasta la guillotina: ¿cómo podían haber sido los titiriteros si sus propias cuerdas habían sido cortadas tan brutalmente?, se preguntó el autor escocés.  Lo que Robison proponía en las páginas meticulosamente documentadas de Pruebas de una conspiración era que todos estos agentes de la revolución habían sido peones en un juego mucho más grande, cuyas ambiciones apenas comenzaban a hacerse visibles.

La revolución francesa, como todos los eventos mundiales convulsivos anteriores y posteriores, estuvo llena de conspiraciones, producto de la velocidad de los acontecimientos, el pánico de quienes estaban inmersos en ellos y la limitada información disponible conforme se desarrollaban. En Gran Bretaña, enemigos de la revolución como Edmund Burke afirmaron desde el principio que “ya están formándose confederaciones y correspondencias de índole extraordinaria en varios países”, y para 1797 muchos creían — y con buenas razones — que sociedades secretas en Irlanda conspiraban con Napoleón para derrocar al gobierno británico e invadir el continente. La fuerza de la revelación de Robison consistía en que identificaba dentro del bullicioso caos de conspiraciones un único protagonista, una única ideología y una única trama general que cristalizaba el caos en una épica lucha entre el bien y el mal, cuyo resultado definiría el futuro de la política mundial. 

Retrato de Adam Weishaupt incluido en Cagliostro: el esplendor y la miseria de un maestro de la magia (1910) de W.R.H. Trowbridge.

La vasta conspiración de Robison necesitaba una figura imponente como cabeza visible, y sin embargo, el elegido parecía en apariencia poco adecuado para ese papel: Adam Weishaupt, fundador de la Orden bávara de los Illuminati. Aunque era un hombre obsesivo y dominante, Weishaupt enfrentó dificultades desde el principio para atraer miembros a su sociedad secreta, cuyos integrantes debían adoptar seudónimos místicos designados por él, someterse a grados iniciáticos estrictos —como Novicio, Minerval, Illuminatus Minor y Major, Dirigens y Magus— y asumir roles subordinados dentro de su ambiciosa aunque vaga campaña de dominación mundial.

En 1784, cuando la Orden fue descubierta y prohibida por el Elector de Baviera, Weishaupt se exilió a Gotha, en el centro de Alemania, donde desde entonces pareció dedicarse casi exclusivamente a escribir una serie de memorias melancólicas y autoculpabilizantes sobre sus experiencias.

Sin embargo, había mucho en la trayectoria de los Illuminati que, al menos para Robison, sugería una visión mucho más amplia y siniestra. El carácter mesiánico con que Weishaupt concebía su misión y la complejidad excesiva de la estructura de la Orden hacían pensar en una organización mucho más vasta que la que realmente se había descubierto; y la intensa represión que sufrió parecía desmedida en relación con el peligro real que representaba.

Se convirtió en un punto central de las profundas inquietudes de la iglesia y la monarquía frente a la agenda de razón y progreso que una primera línea de filósofos y científicos estaba extendiendo por toda Europa. La controversia en torno a los Illuminati generó cientos de panfletos, debates encendidos, carteles y hojas sensacionalistas, todos compitiendo por presentar las acusaciones más duras de impiedad y sacrilegio.

Fueron precisamente estas fuentes las que Robison pasó años examinando cuidadosamente, buscando anécdotas y denuncias que pudiera transformar en pruebas de la conspiración que ahora presentaba. Para un observador imparcial, Weishaupt y sus Illuminati podrían haber simbolizado las fuerzas que estaban reconfigurando Europa; pero para Robison, se habían convertido en la causa real y concreta: el núcleo, hasta entonces invisible, de la red de acontecimientos que había envuelto al mundo entero. 

 

El emblema original de los Illuminati bávaros: el búho de Minerva, símbolo de la sabiduría, encima de un libro abierto

Robison pudo haber sido un mero espectador externo de la polémica en torno a los Illuminati, pero no era ciertamente un observador imparcial. Aunque Pruebas de una conspiración sorprendió —y en muchos casos resultó incluso embarazoso— para sus amigos y colegas científicos, existían múltiples razones que explicaban por qué los Illuminati habían cobrado precisamente esa forma en su mente. Su descubrimiento le permitió dar sentido a sospechas y conflictos largamente arraigados tanto en su vida personal como profesional, y coincidió especialmente con sus propias experiencias inquietantes dentro de la masonería.

Para 1797, el carácter de Robison había tomado un giro profundo y oscuro, muy distante del temperamento alegre y sociable de su juventud. Desde 1785 padecía una misteriosa afección médica: un espasmo intenso y doloroso en la ingle que parecía originarse debajo de sus testículos, cuya causa exacta desconcertó a los médicos más prestigiosos de Edimburgo y Londres. Atormentado por el sufrimiento físico y frecuentemente confinado a la cama, hacia finales de la década se había convertido en una figura retraída y solitaria. Consumía opio con regularidad, una práctica que, según algunos de sus conocidos, lo hacía más susceptible a la melancolía, la confusión y la paranoia.

Mientras las crisis sucesivas de la Revolución Francesa sacudían Gran Bretaña, el clima de pánico era especialmente intenso en Escocia, donde ministros y jueces avivaban constantemente rumores sobre traidores y células jacobinas secretas. Torturado por el dolor, bajo fuertes dosis de medicamentos y acosado por noticias alarmantes provenientes del exterior, Robison contaba con demasiados hilos oscuros para entretejerlos en la trama que finalmente lo consumiría por completo. 

 

Retrato de John Robison (1798) pintado por Henry Raeburn

La política también proyectó una sombra profunda sobre su vida profesional. Las ciencias físicas estaban bajo la influencia de otra revolución francesa, esta vez encabezada por Antoine Lavoisier. Durante la década de 1780, Lavoisier había transformado por completo la química del siglo anterior gracias a su descubrimiento del oxígeno, con el cual logró establecer nuevas teorías sobre la combustión y comenzó el proceso de reducir todas las sustancias materiales a una tabla básica de elementos.

La revolución científica de Lavoisier dividió a la comunidad británica de químicos: algunos reconocieron que sus experimentos técnicamente brillantes habían transformado radicalmente la ciencia de la materia; pero para otros, su nueva terminología extranjera — al igual que el sistema métrico francés o el año cero revolucionario — representaba un intento arrogante de borrar la sabiduría acumulada durante siglos y de eliminar cualquier lugar para Dios en la comprensión del mundo. El antiguo sistema de la química, con sus conceptos misteriosos de energía y sus lenguajes simbólicos de esencias y principios, permitía fácilmente la idea de una fuerza vital y del soplo divino; pero en el universo frío y mecanicista de Lavoisier, la materia se reducía a bloques inertes manipulados por fuerzas medibles como la presión y la temperatura.

Robison nunca aceptó estas teorías francesas, y para 1797 ya había integrado profundamente la nueva química dentro de su trama sobre los Illuminati. Para él, Lavoisier — junto con Joseph Priestley, el químico experimental más destacado de Gran Bretaña y clérigo disidente — era un maestro illuminati que trabajaba en colaboración con logias masónicas infiltradas para difundir la doctrina del materialismo que serviría de base al nuevo orden mundial ateo.

Los famosos salones de Madame Lavoisier, donde se reunían las principales figuras intelectuales del continente, fueron presentados por Robison como escenarios de ritos sacrílegos: allí, la anfitriona, vestida con las vestiduras ceremoniales de una sacerdotisa oculta, quemaba ritualmente los textos de la vieja química. Aunque esta imagen pueda parecer improbable, encajaba perfectamente con otras pruebas que Robison había reunido en su libro, como el panfleto anónimo alemán que aseguraba que en los salones del filósofo Barón de Holbach se practicaba la disección de cerebros de niños vivos comprados a padres pobres, con el fin de aislar su fuerza vital. 

 


Ritual masónico francés. Iniciación de un aprendiz masón alrededor de 1800, grabado (ca. 1805) basado en uno de Gabanon sobre el mismo tema datado en 1745

Los Illuminati habían influido en la vida profesional de Robison, pero su conexión más personal con la conspiración provenía precisamente de su experiencia con la masonería. Había sido miembro del rito escocés durante décadas y nunca había visto sus logias como algo más que “una excusa para pasar una o dos horas en un tipo de convivencia decente, no completamente ajena a alguna ocupación racional”. Sin embargo, su carrera lo llevó con frecuencia al extranjero, donde se sorprendió al descubrir que no todas las órdenes masónicas eran igual de inofensivas.

En 1770 pasó un año en la corte de Catalina la Grande en San Petersburgo, aprendiendo ruso y ofreciendo conferencias sobre navegación. Durante esos viajes conoció a otros masones y visitó logias en Francia, Bélgica, Alemania y Rusia. Lo que encontró le causó un profundo impacto: comparadas con el rito escocés, las logias del continente eran, según su visión, “escuelas de irreligión y libertinaje”. Sus miembros le parecieron dominados por el “entusiasmo y el fanatismo”, y sus ideas religiosas claramente alteradas por los caprichos místicos de Jacob Boehme y Swedenborg, así como por las doctrinas extremas y engañosas de los rosacruces modernos, además de magos, magnetizadores y exorcistas, entre otros. Treinta años más tarde, al recordar el ocultismo y el libre pensamiento a los que había estado brevemente pero intensamente expuesto, no tenía duda alguna sobre el origen de la destrucción que había envuelto al continente.

Aunque Pruebas de una conspiración se convirtió en un notable éxito editorial, la teoría sobre los Illuminati nunca atrajo tanto a la clase política británica como lo hizo en Europa continental. Una vez superado el momento álgido de la Revolución Francesa, algunas voces conservadoras atribuyeron esto al buen sentido tradicional británico; pero en realidad, Gran Bretaña enfrentaba en aquel momento amenazas y conspiraciones mucho más serias. Los derechos del hombre , de Tom Paine, fue una obra mucho más incendiaria y radical que cualquier texto secreto atribuido a los Illuminati bávaros. Vendió más de doscientas mil copias en una edición económica de seis peniques —una cifra muy superior al número total de lectores habituales de libros hasta ese momento—. Con la marina británica afectada por motines y el gobierno luchando por contener protestas y disturbios masivos, no era extraño que las actividades de una antigua logia bávara, ya disuelta hacía tiempo, parecieran menos urgentes. 

 


Detalle de “Washington como Maestro masón”, imagen que muestra al presidente estadounidense George Washington presidiendo una reunión de la Logia de la Masonería de Alexandria, Virginia, por James Fuller Queen (1870) .

Sin embargo, el libro de Robison tuvo un impacto profundo y duradero en los Estados Unidos. Allí, las fuerzas enfrentadas de revolución y reacción que habían sacudido Europa se manifestaban de una manera que amenazaba con dividir a los Padres Fundadores y destruir la joven constitución del país. Mientras figuras como Thomas Jefferson se veían a sí mismos como aliados cercanos de una república francesa que había roto las cadenas de la monarquía y con la cual comerciaban pese a los bloqueos navales británicos, otros fundadores, como Alexander Hamilton —cuyo partido federalista abogaba por un Estado fuerte encaminado a proteger los intereses de los ciudadanos más ricos— temían la infiltración de las ideas radicales provenientes de la Revolución francesa.

En un clima político cargado de tensiones, donde las acusaciones de traición volaban de un bando al otro, Pruebas de una conspiración fue rápidamente adoptado por los federalistas como prueba de una agenda oculta detrás de consignas poderosas pero ambiguas como democracia, abolición de la esclavitud y derechos del hombre. Las palabras de Robison se repetían sin cesar en los púlpitos y panfletos de Nueva Inglaterra durante 1798 y 1799, y Jefferson llegó a ser acusado públicamente de pertenecer a la Orden de Weishaupt.

Pero estas acusaciones nunca fueron comprobadas; el “pánico por los Illuminati” terminó desvaneciéndose y los federalistas perdieron influencia para no recuperarla jamás. No obstante, este episodio dejó una huella profunda en la mentalidad política estadounidense, convirtiéndose en parte de una larga tradición de paranoia política que se renovaría en distintas formas a lo largo del tiempo.

Las ideas de Robison siguieron siendo retomadas y reinterpretadas, influyendo de manera persistente en la política moderna. Una figura clave en la historia de las teorías conspirativas, Nesta Webster, aceptó completamente su teoría, aunque más tarde llegó a creer que los Illuminati eran solo una fachada: según ella, los verdaderos conspiradores eran el llamado “peligro judío”, cuya supuesta agenda había sido revelada en los Protocolos de los Sabios de Sion . Aunque Webster terminó marginada al afiliarse a la Unión británica de fascistas, en su momento contó con apoyo amplio e incluso recibió elogios en los escritos periodísticos de Winston Churchill.

La conspiración contra la civilización data de los días de Weishaupt”, escribió Churchill en el Sunday Herald en 1920; “como historiadora moderna, la señora Webster ha mostrado hábilmente que jugó un papel reconocible en la Revolución Francesa”. Hasta hoy, muchos dentro de la derecha aislacionista siguen creyendo en la teoría de Robison. Por ejemplo, la Sociedad John Birch mantiene oficialmente que los Illuminati fundados por Weishaupt “fueron el antecedente del movimiento comunista y el modelo para los movimientos conspirativos subversivos modernos”. 

 


Versión del reverso del Gran sello de los Estados Unidos impresa en un folleto gubernamental estadounidense de 1909 sobre el Gran sello. Según Henry A. Wallace, esta fue la versión del reverso del Gran sello que atrajo su atención, lo que lo llevó a sugerir al presidente Franklin Roosevelt que incluyera el diseño en una moneda; en ese momento, Roosevelt decidió incorporarlo en el reverso del billete de un dólar 

Tras la muerte de Robison, ocurrida tras una última crisis médica en 1805, su colega en Edimburgo, el geólogo pionero John Playfair, escribió un respetuoso memorial centrado en sus logros científicos, pero que no pudo evitar mencionar la obra por la cual sería mejor recordado. “La alarma provocada por la Revolución Francesa”, señaló Playfair con tacto, “produjo en el Sr. Robison un grado de credulidad que no era habitual en él”. Era una credulidad, insistió, compartida por muchos que no podían aceptar que la revolución hubiera sido un auténtico movimiento popular surgido como respuesta a la opresión de un régimen tiránico; se aferraron a la idea de que debió haber sido orquestada por una pequeña célula de fanáticos, y consideraron que la falta de evidencia de tal conspiración era, en sí misma, prueba de la habilidad de los conspiradores para ocultar sus actividades a la vista pública.

El análisis de Playfair contenía mucho sentido común, y podría aplicarse igualmente a muchos que más tarde llegaron a creer en las teorías de Robison, y que aún hoy las sostienen. Pero si el impacto del mundo moderno irrumpiendo ante sus ojos desequilibró el juicio de Robison, también le otorgó una perspectiva vívida, casi visionaria, sobre los nuevos peligros que podrían surgir al transferir el control político desde las manos de la iglesia y la monarquía hacia el pueblo. Forjada en el mismo crisol que cada ideología política moderna, desde el conservadurismo hasta el nihilismo, desde el anarquismo hasta la dictadura militar, la conspiración de los Illuminati se ha convertido en un mito moderno: no únicamente en el sentido despectivo de que su base factual se desvanece bajo el escrutinio, sino también como una narrativa flexible, capaz de adaptar su significado para ajustarse a escenarios nuevos e imprevistos. Desde la década de 1970 ha sido satirizada con entusiasmo como una locura barroca del pensamiento conservador por figuras contraculturales como Robert Anton Wilson, pero esto no ha hecho más que incrementar su fama y misterio: Ángeles y Demonios , de Dan Brown, muestra que los lectores contemporáneos aún consumen con fervor la versión original de Robison, sin modificaciones, por millones. En la cultura popular y la religión tradicional, en la sátira y la política nacionalista, la conspiración de los Illuminati sigue resonando con su advertencia de que la luz de la razón tiene sus sombras, y de que incluso la democracia más ilustrada puede ser manipulada por manos ocultas.


Sobre el autor: Mike Jay ha escrito extensamente sobre historia de la ciencia y de la medicina y contribuye regularmente a la London Review of Books y al Wall Street Journal . Su último libro es Psiconautas: drogas y la formación de la mente moderna, y sus obras previas sobre historia de las drogas incluyen Mezcalina , Alta sociedad y La atmósfera del cielo .

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